Conocemos al protagonista de El emperador de Alegría, la segunda novela de Ocean Vuong (Ciudad Ho Chi Minh, antes Saigón, 1988), tal como conocimos a George Bailey en ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra: al borde de un puente, contemplando la posibilidad de suicidarse, aunque, en su caso, en lugar de nieve le azota la lluvia.

El emperador de Alegría

Ocean Vuong

Traducción de Daniel Saldaña
Anagrama, 2025
440 páginas. 22,90 €

Hai tiene diecinueve años en septiembre de 2009, «en la medianoche de la infancia y a una vida entera de las primeras luces», y es un universitario vietnamita que ha abandonado los estudios y ha regresado a Alegría Este, un pueblo sombrío de Connecticut que, incluso antes de la recesión, estaba muy lejos de cualquier alegría.

Su salvación, su ángel Clarence particular, aparece en la figura de Grazina, una viuda lituana de ochenta y dos años que, tras un intercambio de frases al estilo de una vieja comedia norteamericana de Abbot y Costello, insiste en llamarle Labas, que significa «hola» en su idioma. La demencia frontotemporal en la etapa intermedia que padece la anciana aún no ha mermado su capacidad para bromear. «¿Quieres ser escritor y además tirarte de un puente?», le provoca. «Eso es más o menos lo mismo, ¿no? Siendo escritor solo se tarda más en llegar al agua».

Pero Ocean Vuong, llamado así por la mayor extensión de agua del planeta, sigue ascendiendo en su carrera literaria. En una época en la que había que animar a los lectores a leer poesía, la suya ha sido ampliamente aclamada. Su primera novela, En la Tierra somos fugazmente grandiosos (2019), escrita en forma de carta a su madre analfabeta, fue un éxito de ventas, aunque algunos críticos la encontraron inconexa y algo rebuscada.

Al igual que aquel libro, esta nueva novela contiene algunos elementos claramente autobiográficos. Pero El emperador de Alegría –título que evoca tanto al poeta Wallace Stevens (un habitual de la cercana Hartford) como a Siddhartha Mukherjee a propósito del cáncer– es un ejemplo más convencional del género, dividido en estaciones.

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Hai se instala en la destartalada casa de madera de Grazina, repleta de curiosos adornos de búhos vigilantes, como cuidador y compañero a tiempo parcial. El acuerdo le ayuda a mantener la ficción que le ha contado a su madre –una trabajadora de un salón de manicura que adormece sus propias penas con interminables partidas de Tetris–: que está estudiando medicina en Boston.

Estos extraños compañeros de piso están unidos por las pastillas. Hai perdió a un amigo por una sobredosis de fentanilo y ha estado en rehabilitación, pero no puede dejar la oxicodona ni la codeína. Grazina sigue el ritual de sus medicamentos para la tercera edad: Aricept, Lipitor y otros más. Ambos están marcados por traumas familiares relacionados con la guerra (la muerte de su hermano pequeño en el caso de ella; la misteriosa herida de su tío, en el caso de él) y se consuelan recreando escenas de batalla ridículas, durante las cuales Labas se transforma en el Sargento Pepper.

El hijo rico de Grazina acecha en segundo plano, ansioso por internarla en una residencia de ancianos, «la única rama verdaderamente igualitaria del sueño americano». A través de un primo llamado Sony (bautizado así por el televisor Trinitron), Hai también consigue un trabajo con salario mínimo en una lucrativa franquicia de HomeMarket, un restaurante fast casual que está por encima de Wendy’s o Dunkin en la cadena alimentaria.

Aunque «no es tanto un restaurante como un microondas gigante», allí hay un cierto sentido de comunidad y dignidad. O, al menos, un nuevo comienzo. «Se había convertido en un empleado y, por lo tanto, había obtenido un presente eterno, que solo se manifestaba en su existencia funcional registrada en la tarjeta de control horario. No tenía historia porque no se le exigía tenerla, y no tener historia también significaba no tener tristeza».

El lector se siente constantemente arrastrado, en sentido figurado, como quien resbala a cámara lenta tras pisar una cáscara de plátano

Como ocurre en The Office, una de las series de televisión favoritas de Grazina, HomeMarket se convierte en el escenario de una galería de personalidades tan diversas como extravagantes: la gerente de 1,90 y pelo rapado que aspira a entrar en el circuito de la lucha libre profesional; el «hombre del pollo» de la parrilla, un diabético que recuerda al corpulento cantante Al Green; la cajera irlandesa de lengua afilada, dolida por la muerte de su hijo, y Rusia, el encargado del autoservicio, con su piercing en la nariz.

La comida, sus derivados, sus procesos y su asquerosidad esencial, atraviesan a esta cuadrilla. Los bañan en salsa de queso cuando intentan socorrer a un cliente que ha sufrido una sobredosis en el baño; un rival independiente les lanza pizza en el aparcamiento; se sienten desplazados en un festival de espárragos dominado por gente blanca, y se empapan de sangre y emociones durante un trabajo eventual sacrificando cerdos. (Por supuesto, para los cerdos es peor).

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Se le da gran importancia a la frontera entre el pan de maíz y el pastel, donde el azúcar se convierte en el opio del pueblo. Mientras tanto, Grazina, entre risas, aplasta panecillos y acumula cenas congeladas Stouffer’s, celebrando la abundancia americana tras haber sobrevivido a las purgas de Stalin. Asegura, además, que su padre inventó la ensalada de frutas.

Las páginas de El emperador de Alegría desprenden una madurez formidable que, en ocasiones, roza lo doloroso. El lector se siente constantemente arrastrado, en sentido figurado, como quien resbala a cámara lenta tras pisar una cáscara de plátano. Sin duda, este es un libro profundamente atento a poblaciones a menudo ignoradas y a la supervivencia más sencilla; Hai puede estar leyendo Matadero cinco, de Kurt Vonnegut y Los hermanos Karamázov, de Dostoievski, pero vive en «Fast Food Nation».

Hay observaciones mordaces sobre cómo incluso las personas ambiciosas resultan «blandas y asustadas», una especie «grumosa» como los guisantes deshechos o los espaguetis demasiado cocidos. Los diálogos aportan mucho a la historia, quizá demasiado.

Pequeñas incongruencias se han deslizado más allá del oído sensible del poeta, contagios lingüísticos de un internet más reciente: un paramédico con corte de pelo mullet utiliza expresiones popularizadas tras Ted Lasso; un consejero de rehabilitación se asombra de que Sun Tzu «no falla, ¿eh?»; Hai pregunta incrédulo a su madre durante una discusión: «¿De verdad vamos a hacer esto?».

¿Comparar un caso grave de acné en la cara de un joven con «una escritura cuneiforme desgastada en un mármol antiguo»? En una novela de Ocean Vuong, sí, realmente hacemos esto.

© The New York Times Book Review