Cerrando el círculo iniciado hace una década sobre la arena romana de Nimes, Andrés Roca Rey volvió al sur de Francia para celebrar su aniversario como matador de toros, héroe trágico y polémico de una modernidad proclive a lo contrario, la simulación. Volvió como la figura del toreo en que se ha convertido. Categoría que supone escuchar el susurro de la muerte como modo de vida mientras se intenta danzar con una bestia salvaje.

Son 10 años que se dicen rápido, pero que ha costado vivirlos según la intensidad que demanda el toro. En el camino que hay entre los sueños del niño que toreaba reses invisibles en plazas imaginarias al figurón taurino que se echó una fiesta languideciente a la espalda para abrirse camino entre nuevas generaciones, Roca Rey ha dejado la piel, literalmente hablando. Sus huesos, articulaciones y tendones han sido reseteados por la furia de los toros. Han sido parte del sacrificio pagano en carne que ha puesto el nombre del Perú, casi siempre con admiración y a veces con envidia, en la cumbre de la tauromaquia mundial.

Su presentación de aniversario en Nimes fue agridulce y al mismo tiempo celebratoria de su valía. La blanquirroja dispuesta sobre la estatua de Nimeño II, rey torero local que gobierna la entrada a la arena, hablaba de la expectativa reinante. Dentro del majestuoso coliseo romano el público estaba predispuesto al homenaje. Pero un primer toro insípido y maligno, designio de la naturaleza, frustró la ilusión primera.

El segundo en suerte, un toro bravo de Jandilla casi del mismo color de la arena llamado Truchero, permitió demostrar la exigencia, poder y arte que supone el toreo de Roca Rey. La fortaleza del animal quedó confirmada cuando atropelló al picador y su cabalgadura contra las tablas, haciéndolo volar con destino incierto pero golpe seguro. Luego Roca Rey desplegó su muleta, hipnotizando al toro en terrenos imposibles de ser compartidos entre torero y toro, pero que su destreza hace suponer normales.

Ambos se enfrascaron en una coregografía que parecía ensayada, naturalidad fruto del entendimiento cabal del espíritu del toro bravo, el que lucha a muerte por su vida. La faena avizoraba un rabo como trofeo mayor. Llegada la hora de la verdad los tendidos, tan sometidos al torero tal como lo estaba el toro, pedían el indulto del noble animal, deseándole un destino de semental reproductor de lo más digno del ganado de lidia: la bravura sin rendición.

La presidencia pasó por alto la demanda en un acto de arrogancia parecido a la torpeza. Andrés no concedió a la facilidad populista, no aprovechando el requerimiento que le aseguraba el triunfo sin pasar por la espada. La consumación de triunfo se frustó en la espada. El público, reparando parcialmente el destino, pidió que diese la vuelta al ruedo tras algunos intentos de descabello. El declinó, saludando una ovación con honesto tono de reconocimiento.

Pero ni la vida ni el toreo acaban aún. Todavía no. Roca Rey tiene que estar contando las corridas que le faltan para volver a su tierra, a su plaza, a encerrarse en solitario frente a seis toros como confirmación de una voluntad definitiva: la vida se entrega a lo que uno más quiere. Cualquier otra opción es vivir en vano. Será en noviembre. Será en Acho.

Recibe tu Perú21 por correo electrónico o por WhatsApp. Suscríbete a nuestro periódico digital enriquecido. Aprovecha los descuentos aquí.  

VIDEO RECOMENDADO