Un hombre abraza la urna con las cenizas de su madre y camina por las calles de su ciudad natal hacia la costa. Ronda los sesenta años y se piensa un forastero, porque le cuesta reconocer casas y sitios por donde anduvo tanto tiempo atrás, y sin embargo desemboca en el rincón favorito de ella junto a la orilla, con sus recuerdos a la rastra, o arrastrado por sus recuerdos. “Chillaban las gaviotas con rabia de ángeles. Me cegaba el mar. Seguí hasta el filo donde olas y continente se combaten desde hace milenios. Castigaban mi avance chispas de sal. Seguí como si fuera a zambullirme. Pero me detuve. Respiré hondo. La vastedad incendió mi aliento. Me agaché, abrí la urna, la sacudí. Por algunos segundos fuiste una nube desprolija, una bandada indecisa, un revoloteo difuso. Luego, todo tuvo la forma de tu zarpada a deshora”.
Las referencias iniciales, los detalles aprehendidos en la cita, pertenecen a la apertura de Sobre un cuerpo ausente, la última novela de Juan Bautista Duizeide, publicada por La Flor Azul. Los recuerdos se aparecen y transitan, en su recorrida marplatense, por el puerto, las playas, las historias de los submarinos nazis que allá se aparecieron al final de la Segunda Guerra, catástrofes, los restos del Château Frontenac, una noche veraniega en la que era un pibito y su madre lo llevó a ver el unipersonal de una actriz y poeta salvaje y pelirroja, los días finales de ella, la biblioteca: “¿Me engendraron más aquellos volúmenes que mi propio padre?”, se pregunta. Su padre fue quien lo manijeó, lo convenció, para entrar al Liceo Naval. En plena dictadura. “Yo quería navegar. ¿O tal vez –inconfesablemente, porque aún no lo sabía– lo que deseaba era naufragar? Él me aseguró que en ninguna parte se aprendía como allí”. Un extravagante colegio pupilo para jovencitos de elite, o para jovencitos cuyas familias pretendían ser de elite, “situado en una isla subtropical, pero con inviernos casi antárticos”, con un régimen basado en el cansancio y en la tensión permanentes. El cerrado orden militar, las jerarquías. Que el padre quería un depósito para el pibito, piensa el narrador. Que soportar aquello fue un desafío, que lo sostuvo la vanidad dolorosa de superar algo que su padre no habría podido, “el sueño, el hambre, los esfuerzos, las fatigas, las humillaciones y, lo peor, una inadaptación extrema respecto a mis compañeros, aquellos con quienes supuestamente más unido hubiera debido estar contra las sinrazones de los superiores y las razones de la institución”.
Y ahí, en la institución, campea el cuerpo central de la novela: iniciaciones, postales, esencias, códigos, estrategias de supervivencia, aprendizajes, de un grupo de reclutas, tagarnas, cadetes del Liceo, en años que coinciden con los de la dictadura, el Mundial, Malvinas. Ah, la liturgia milica: realista fabuloso, Duizeide compone aquellas voces y procedimientos, sus absurdos y sus lógicas, y también el universo extraordinario de la navegación, aguas y cielos, barcos y hombres, deslumbramientos, rutinas, historias. En este cuerpo central estas entradas del liceo se intercalan con las cartas que la madre le escribe a una amante; está pendiente, la madre, instalada sola en La Plata, de las salidas de fin de semana de su hijo cadete, va asistiendo a su transformación. En algún momento, durante una ceremonia, un almirante, y uno puede intuir qué almirante, le tira a ella los galgos.
Duizeide creía que llevaba unos diez años trabajando de distintas formas con los materiales de esta novela, pero un compañero del Liceo, Daniel Ortiz, rescató unos correos que llevan la cosa otros diez años hacia atrás. “Tenía la idea de que el origen estaba en un libro de cuentos, pero yo estaba disconforme porque me parecía demasiado anecdótico y porque faltaba la sociedad de la época, y a mí me interesaba dar cuenta de eso; y también faltaba bastante lo femenino –cuenta Duizeide–. Pero por este amigo caí en que tramos de este material formaron parte de una novela que intenté con foco en los Astilleros Río Santiago, que queda frente al Liceo. Una novela coral, con todo el mundo de oficios y políticas, y actividades de los cadetes, pero al final eso se cayó, y formó parte de otro libro, Crónicas con fondo de agua. Los cuentos en algún momento ganaron un concurso de fomento a la industria editorial independiente, pero me eché atrás, no me conformaban. Y seguí laburando”.
Porque tenía la necesidad de contar de esos años. En el medio, entre otras cosas, publicó veinte libros: Kanaka, La canción del náufrago, Vuelta encontrada, Noche cerrada, mar abierto, Alrededor de Haroldo Conti, son algunos de los títulos de su producción, que reúne novelas, cuentos, crónicas, ensayos, antologías. Lector extraordinario, traductor del inglés y el francés, Duizeide es un erudito de la literatura de navegación. Nació en Mar del Plata en 1964, fue piloto de la marina mercante (cruzó el Estrecho de Magallanes, anduvo por el Báltico y el Mar del Norte), se hizo un viaje a vela entre Buenos Aires y Tierra del Fuego, toda la costa argentina. Y estudió en el Liceo Naval en los años de la dictadura.
“Creo que esa demora en publicarlo, en encontrarle la forma, tiene en parte que ver con el componente autobiográfico –dice–. Por supuesto que yo creo que no existe texto que no sea autobiográfico, porque uno trabaja con su lenguaje, más allá de que invente personajes o situaciones. Como otras que escribí, esta novela es un collage con muchísimas referencias, metaliterarias y musicales”. Hay, a la vez, otra referencia autobiográfica en la que quiere enfocar: “Yo pasé de una cierta militancia gremial política de izquierda a un trabajo en un museo de arte y memoria y a lecturas bastante intensivas de ficciones y no ficciones que tenían que ver con la dictadura. Y encontré montones de textos que no me satisfacían; textos que no sirven, pensaba, que nos dejan anclado siempre en el mismo lugar; lo que hoy podría llamar ‘narrativas del Nunca Más’”. Duizeide destaca las lecturas en ese sentido de Elsa Drucaroff, y la de Alejandro Horowicz en Los cuatro peronismos acerca de “la democracia de la derrota”. “Y más allá de que esto es una ficción, tenía claro que quería escribir contra esas narrativas que tienden a cristalizar determinado estado social y del lenguaje, con cosas y deseos absolutamente innombrables. Aquí escribo en torno a la dictadura, y no de manera abstracta, sus personajes tienen problemáticas concretas. Pero no quería quedar preso de ese lenguaje al que aludía. Dicho grosso modo: ningún Falcon verde, por favor. No. No a las víctimas. Me interesa pensar en sujetos políticos. Por supuesto que hay una dimensión de víctima, pero no es lo mismo hablar de sujetos políticos con determinados grados de autonomía y decisión que pensar en la mera víctima. Y no es lo mismo pensar en una derrota que en equivocaciones masivas, o incluso en locura, como hablan algunos historiadores de ese período. Todo eso me hizo andar con pies de plomo. Nunca tardé tanto en escribir una ficción”.
LOS CADETES Y LOS HOMBRES
Dice Duizeide que no habría novela sin el Liceo y que, a la vez, el Liceo no es lo central. “En el prototexto sí lo era, pero eso cambió –plantea–. Al comienzo procuré trabajar lo que se cuenta por fuera para sustentar la verosimilitud de lo que pasa adentro. Y luego eso se fue dando vuelta solo y lo siento como una metáfora muy concentrada de lo que pasa afuera, una exacerbación. Me resulta mucho más central esa madre que el Liceo. Que tuvo sus especificidades durante la dictadura, porque era distinto antes y fue distinto después. Cuando nosotros rendimos el examen se presentaron 1.500 pibes, de los cuales entramos 105 y egresamos 49. Clase media más o menos acomodada, para poder bancar a los profesores que te preparaban para el ingreso. Es decir, era deseable para algunos sectores pudientes de la sociedad tener un hijo ahí”.
Más allá de las diferencias con la colimba, pensaba también en el Liceo como factoría de “la hombría”.
–Pasa que no siento que el clivaje pasara entre civiles y militares. Pienso que acá hay una cuestión de clase muy fuerte, que me parece central. El colimba estaba obligado: podía, en todo caso, acomodarse un poco, o desertar. Del Liceo te podías ir cuando quisieras: pedías la baja y listo. Y sin embargo eran pocos los que la pedían, pese a que pasabas cuatro años terribles en muchos sentidos; recién en quinto empezabas a vivir un poco. Pero te metían en la cabeza que ibas a ser de una elite, que ya eras, y que si te ibas eras un fracasado y un maricón. Y hasta cierto punto lo creías. Y lo reproducías. Tu familia veía como un orgullo que aguantaras ahí. Al mismo tiempo se vivía una suerte de machismo adolescente, sabías que estabas haciendo un montón de cosas que los hombres de tu familia no podrían hacer, y eso pesaba para permanecer.
¿Es una novela de hombres?
-¿A vos qué te parece?
Más allá de lo que campea en el Liceo, el personaje de la madre está pendiente del hijo, despotrica contra el marido, tiene esos cruces con el almirante. A la vez, las cartas que le escribe a la amante parecieran no tener respuesta. Pienso también que es un personaje atípico en tu producción.
-Sabés que yo no lo sé. En una carta ella pone que no es exactamente igual a las madres de los otros cadetes. Tiene otros consumos culturales, es una lectora. Y me parece interesante que sea lectora de libros y también lectora de lo social. Uno lo puede leer desde una novela de hombres, claramente, con esta mujer orbitando en torno al marido ausente, ese Georgie (no casualmente, porque es un padre cultural muy pesado), o el hijo, o el almirante. Pasa que yo no quería escribir una revolucionaria, sino una ortodoxa, alguien que tiene diferencias respecto a su clase pero no deja de ser una mujer de su clase y de su época. Por supuesto que a esto no lo planifiqué, no fue un personaje de diseño: fue apareciendo en la escritura. En mi lectura, la novela es la locura de soledad de una mujer, que a la vez no podía dejar de orbitar en torno a hombres. Podía tener determinados grados de autonomía, pero no era Pirí Lugones.
Una búsqueda, apunta, fue trabajar contra la empatización y la identificación con los personajes. “Traté de cuidar eso. Y, a la vez, no ser cínico, porque al fin y al cabo esos pibes tenían entre doce, trece años, y diecisiete, dieciocho: no se les podía cargar tanto las tintas, pero quería que tuvieran esos aspectos machistas, clasistas, arrogantes, violentos, que por supuesto les vienen de la sociedad. El Liceo se los abona e instruye, pero vienen de otro lado”. Referencias metaliterarias: en la primera entrada en el libro del Liceo, al cadete de quinto que alecciona e intimida a los novatos Duizeide lo bautizó De Montherlant, y si uno luego navega y lee relojea al exitoso escritor francés, aristócrata, colaboracionista, misógino recalcitrante, a quien se le encontró además correspondencia acerca de sus relaciones sexuales con menores.
LA PERRA QUE PARIÓ EL MONSTRUO
Sostiene Duizeide que también escribió “contra cierta cancelación del realismo en la literatura argentina” y que, marcado por la lectura de Bertolt Brecht, le interesa mucho esa discusión. “Creo que tiende a pensarse bastante mal al realismo con esto de apegarse a la realidad: si cuento cosas que suceden en la realidad soy realista y si cuento cuentos de fantasmas, no. Hay cantidad de autores realistas del siglo XIX que son grandes narradores de cuentos fantásticos: Balzac, Maupassant, Turgueniev. Con lo cual el realismo sería, más vale, una forma de trabajar los materiales literarios con cosas que suceden o cosas que no suceden. A la vez, los realismos no son unívocos, porque el de Balzac no es el mismo que el de Dickens o Flaubert. Además de pensar las formas de trabajar los materiales, Brecht también piensa que el realismo incluye los sueños, los delirios, la metaliteratura, el trabajo sobre el lenguaje: una idea bastante más amplia. Esto me parece productivo acá, porque pos dictadura hubo un intento de borrar en bloque a los escritores realistas argentinos. Me hace acordar a una práctica de los conservadores: durante los primeros años de la Ley Sáenz Peña, sobre todo en ámbitos rurales, se vaciaban las urnas con los votos emitidos y se ponían las boletas de los candidatos de los doctores, de los terratenientes. Capar la urna, le llamaban: un gran giro lingüístico. Por supuesto, no es que acá se sentaron dos o tres personas a diseñar esto, pero uno puede ver cierta forma de castración en la literatura argentina, que determinados registros no pueden jugar, que serían mersas o inadecuados. Y entonces la literatura se queda en una especie de loop de producción sobre sí misma. No es poca cosa la reflexión sobre el lenguaje, pero es una parte. Y hay un problema si esas reflexiones sobre el lenguaje asumen formas que fueron vanguardistas en 1920”.
¿Quién es la Colorada, la destinataria de las cartas?
-Para mí, es una proyección de la madre. No hay tal: es uno de los cuerpos ausentes. Yo tengo una lectura extrema, a la que llegué recién después de leer las galeras: toda la novela es un delirio de una mujer sola en medio de la dictadura. En algún momento se dice que era una actriz, una poeta que movía bastante gente, y que después ya no recuerda nadie, salvo los 24 de marzo.
La lectura hace pensar en más de un cuerpo ausente. ¿Cómo derivó en ese título?
-Cuando eran solo los cuentos del Liceo se llamaba Era en la isla. Bastante metafórico: las islas son lugares para prisiones, pero también de utopías. Bueno, ciertos estados de excepción. En algún momento se llamó Aire de río en invierno. Y casi al final, Orden cerrado. En la editorial me dijeron, con buen tino, que el grueso de los lectores actuales desconocería esa expresión de cuño bien castrense, que obviamente aludía a la época en que transcurre. Me di cuenta de que en la novela había muchísimos cuerpos ausentes, y me gustaba el doble sentido de ese sobre, que puede interpretarse como acerca, y también como algo de peso encima, como una lápida sobre un cuerpo ausente.
Anoté: el libro trabaja una nostalgia de algo que tuvo mucha cosa jodida.
–Sí, ¿no? Como ese verso de Luca Prodan, “It’s strange the way that past seems always fine”, qué extraña la manera en la que el pasado siempre aparece como algo bello. En algún momento el hijo reflexiona. Porque aunque la pasé mal, tengo una nostalgia bastante genuina por esa época. Lo intuyo en dos puntos: por un lado está el pasaje de la infancia a la adolescencia, y de la adolescencia a la juventud; pero, a la vez, los cinco años en la isla tuvieron un nivel de intensidad y de experiencia fabuloso. Y paradójicamente, un nivel de libertad y de autonomía que, estoy convencido, no habría tenido si entraba, por ejemplo, al Nacional La Plata. Hacíamos cosas atípicas para pibes de esa edad. Una intensidad que, algo atrás en el tiempo, andaría cercana a la de las militancias revolucionarias, o a alguna movida artística fuerte, los primeros rockeros. Por eso la nostalgia. Que es también, obviamente, por toda juventud.
Desde Los Redondos a El cantar de los cantares, desde Balzac a Borges, el libro propone más o menos veladamente conexiones, perspectivas. “Hay mucha alusión a clásicos de la literatura argentina, El Matadero, Adán Buenosayres, La piel de caballo, de Zelarayán –dice Duizeide–. Ya ni me acuerdo de todo lo que incluí; para mí es parte de la cosa de la madre, que es una lectora. Y en algún momento se torna un collage enloquecido, con tramos de un discurso de Martínez de Hoz, otro de Milei”.
Eso me pareció entrever: que cuando ella escucha rugir a los leones en las noches de La Plata, de algún modo se aludía al pajarón de estos días. Porque además laten muchos elementos del discurso actual.
–Bueno, otra cosa que decía Brecht: “Ojo, porque la perra que parió al monstruo está de nuevo en celo”. En el mundo. Determinadas formas del capitalismo sólo pueden dar determinados resultados; cambian las épocas, no van a ser exactamente igual, pero hay un discurso meritocrático, clasista y genocida, que tiene vigencia en la sociedad argentina. Yo alguna vez hablé ese lenguaje, no se me oculta; me es constitutivo, y no solo porque fui al Liceo Naval, sino porque soy un hombre de la generación que soy. La situación me da bastante miedo y me rebela. Creo que más que basado en hechos reales, está basado en un lenguaje real que vuelve a ser real. Porque en realidad nunca se fue. Me parece que hay un loop muy irresuelto en la Argentina”.