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https://www.archdaily.cl/cl/1034349/casa-tao-hw-studio
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© Hugo Tirso Domínguez
Algunas casas no se proyectan: se recuerdan. Casa Tao no nació del trazo técnico, sino de la memoria callada de quienes la habitan. Es una casa que no pretende responder a una imagen, sino a una vida. O más bien: a una forma de vivir.
© Hugo Tirso Domínguez
© Hugo Tirso Domínguez
Gustavo creció en una casa humilde hecha más de esfuerzo que de materiales. Hijo de campesinos y comerciantes de artesanías, personas de manos ásperas y mirada generosa, que aunque sus estudios fueron prematuramente interrumpidos, supieron sembrar en él el deseo por comprender el mundo. Creció en Puerto Vallarta, un lugar en la costa del pacifico mexicano, donde el sol y la humedad definen el ritmo de los días y donde la sombra no es un accidente, sino un bien preciado, un verdadero refugio. Desde un inicio, la casa debía traducir esa necesidad de amparo, de recogimiento y de frescura. El concepto de sombra no se entendió aquí únicamente como un fenómeno físico, sino como una condición emocional: una promesa de calma, de respiro, de silenciosa protección frente a un mundo estridente.
Planta Primer Piso
Planta Segundo Piso
Planta Tecer Piso
Pero la personalidad de Gustavo —tan rica y compleja como el lugar de su infancia— fue lo que marcó profundamente el diseño. Con una curiosidad poco común, es un hombre que ha hecho del conocimiento autodidacta su camino. Filosofía, arquitectura, música, fotografía: me da la impresión que poco le es ajeno. Su biblioteca, con ediciones especiales de Alberto Campo Baeza, Fan ho, Tarkovsky…revela un afecto por la claridad formal, por la geometría esencial, por los patios silenciosos que dialogan con el vacío y con la luz. Conversar con él es sumergirse en una mirada abierta al mundo, profundamente sensible y al mismo tiempo precisa.
Su historia con Cynthia, la segunda habitante, es también parte esencial de esta arquitectura. Junto a sus dos hijas; Mila y Anto, emprendieron su primer viaje fuera del país, a Japón. Aquel viaje, dejó una huella indeleble en su imaginario: la estética del vacío, la limpieza compositiva, la quietud contenida en cada gesto arquitectónico. Nos dijeron entre sonrisas: «Nos gustaría sentir que vivimos dentro de un museo japonés». Pero no se referían a la solemnidad del museo como institución, sino a ese tipo de espacio que deja que el tiempo se vuelva lento, que la luz se filtre con cuidado, que el silencio se vuelva tangible.
Y así lo intentamos. En un barrio sin grandes vistas, salvo por una plaza arbolada que ofrecía sombra y brisa, decidimos orientar la arquitectura hacia esa frescura. Pero no lo hicimos de manera frontal. Evitamos el uso de grandes superficies vidriadas que pudieran intensificar el calor. En su lugar, planteamos una relación oblicua, sesgada, que permite intuir la presencia de la plaza sin exponerse del todo a la pesada luz del sol. El habitar se enmarca de forma indirecta, como si la casa observara en diagonal, con modestia, apenas dejando pasar el viento y la fragancia que nos envía un no muy lejano mar.
© Gustavo Quiroz
© Gustavo Quiroz
Ubicamos el programa más amplio —habitaciones, garaje y servicios— en la base, y sobre él suspendimos una caja ligera, de doble altura, que alberga las áreas sociales. Esta estrategia permitió despegar la vida común del nivel de la calle, rodearla de aire y abrirla hacia los árboles y el viento salino que atraviesa la plaza. Los patios elevados funcionan como terrazas de contemplación: pequeñas plataformas desde donde la fragancia de las flores se respira con mayor intensidad y el murmullo del viento entre las copas de los árboles se vuelve compañía constante.
© Hugo Tirso Domínguez
© Hugo Tirso Domínguez
Las habitaciones se organizan en torno a un patio que busca silencio y aire. Aquí, la intimidad se manifiesta en el encierro, no como clausura, sino como un mundo interior. Un muro curvo recibe al visitante con suavidad, marcando un umbral acogedor, mientras un árbol lo saluda como si fuera un delicado arreglo floral. La casa no se abre al vecindario: se repliega, como quien busca recogimiento. Pero no se encierra; se abre hacia el cielo, hacia la sombra, hacia la plaza. Todo está dispuesto para que el habitar transcurra de manera más lenta, más plena, más atenta a lo invisible.
La materialidad fue una decisión inevitablemente táctil y sensorial. La blancura encandila bajo el sol costero, mientras que el concreto —pesado, honesto— absorbe la luz con delicadeza. Es un concreto que se vuelve cálido por el uso y por el tiempo. En esta materia la luz no rebota, se posa.
Casa Tao es, en última instancia, una arquitectura nacida del deseo de habitar el mundo con mayor atención. Una casa que se retira con discreción y ofrece sus espacios como atmósferas de contemplación y memoria. En ella, habitar se convierte en un ejercicio de estudio, de pausa, de gratitud. Cada rincón invita a permanecer, no a transitar, y cada sombra se ofrece como una promesa de bienestar.
© Hugo Tirso Domínguez
© Hugo Tirso Domínguez
Esta búsqueda deliberada de la sombra, como refugio y como cualidad poética, nos acerca a una comprensión del espacio similar a la que Junichiro Tanizaki describe en El elogio de la sombra. Allí, Tanizaki no celebra la oscuridad como ausencia de luz, sino como un modo más sutil de verla. En su texto, la sombra no es un obstáculo, sino un velo que dignifica; una manera de amplificar la profundidad de las cosas, de permitir que la belleza emerja lentamente, con humildad. Así también esta casa: no se ilumina de forma contundente, sino que permite que la penumbra insinúe, que la luz se filtre sin violencia, que cada espacio sea una experiencia sensorial matizada, contenida, en la que el tiempo se espesa y la vida se aquieta.





© César Belio
© César Belio
© Gustavo Quiroz
© César Belio
Fachada Sur-Este
Sección C