Hay historias que parecen salidas de una novela. La de Anselm Boix Vives comienza en Herbeset, una pedanía diminuta de Morella, en la comarca de Els Ports. Allí, en medio de la pobreza rural de finales del siglo XIX, nació en 1899 un niño que nunca pisó la escuela, que perdió a su madre a los nueve años y que se crió como pastor en la montaña. Ese niño analfabeto acabaría emigrando a Francia, regentando una frutería en Saboya y, en la última etapa de su vida, reinventándose como artista. Hoy, más de medio siglo después de su muerte, sus cuadros se han exhibido en el Grand Palais de París gracias a la exposición ART BRUT. Dans l’intimité d’une collection. La donation Decharme au Centre Pompidou.

El arte de los márgenes

Para entender la dimensión de este reconocimiento hay que detenerse en el concepto de art brut. Fue el pintor Jean Dubuffet quien, tras la Segunda Guerra Mundial, acuñó el término para referirse a las creaciones nacidas fuera de la academia, de los talleres o de los códigos estéticos dominantes. Obras realizadas en soledad, a menudo por autodidactas, por personas marginadas o consideradas «inadaptadas» por la sociedad, pero que revelaban una fuerza expresiva desbordante. Dubuffet y André Breton —el padre del surrealismo— fueron algunos de sus grandes defensores.

'Réparer le monde', obra de Anselme Boix-Vives.

‘Réparer le monde’, obra de Anselme Boix-Vives que ha formado parte de la exposición en el Grand Palais. / Centre Pompidou

La colección del cineasta y coleccionista Bruno Decharme, donada en 2021 al Centro Pompidou, es hoy uno de los pilares para comprender este movimiento. En este sentido, la exposición presentada este año en el Grand Palais, donde se reunieron casi 400 piezas, permitió al público asomarse a un arte que nació al margen de todo, pero que en la actualidad ocupa un lugar esencial en la historia del siglo XX.

El comerciante utópico que descubrió la pintura

En ese territorio de la creación salvaje se inscribe Anselme Boix-Vives (así es como adoptó su nombre la grafía francesa tras naturalizarse francés en 1940). Emigrado a Francia en 1917, trabajó en fábricas y minas hasta que, con esfuerzo, abrió en 1926 su propia tienda de frutas y verduras en Moûtiers. Adoptó la nacionalidad francesa, crió a su familia y se convirtió en un comerciante respetado. Pero bajo esa apariencia de vida común latía una obsesión: un plan de paz mundial que redactó y envió a de Gaulle, al Papa y a la reina de Inglaterra, convencido de que podía salvar al planeta. Nadie le respondió.

Tras la muerte de su esposa en 1962, Boix Vives cerró el negocio y, con más de 60 años, se lanzó a pintar. Lo hizo con una energía inusitada: en apenas siete años produjo más de 2.400 obras, la mayoría desde su cocina, rodeado de cartones reciclados, témperas y pintura industrial. Su universo se pobló de personajes bíblicos y televisivos, de políticos y estrellas de cine, de paisajes selváticos y rostros sonrientes de mirada inquietante.

Del anonimato al reconocimiento

El eco de aquellas imágenes llegó pronto a París gracias a su hijo Michel. En 1963, André Breton le escribió para manifestarle su interés. Al año siguiente, el comisario Harald Szeemann incluyó sus gouaches en la Kunsthalle de Berna junto a Hundertwasser y Louise Nevelson. Dubuffet lo acogió bajo la etiqueta de art brut. Y la portada de la revista surrealista La Brèche llevó una de sus obras al gran público. Era la confirmación de que aquel frutero analfabeto se había convertido en artista.

Boix Vives en su atelier.

Boix Vives en su atelier. / MEDITERRÁNEO

Murió en 1969, pero su legado siguió vivo. Sus cuadros forman parte de colecciones internacionales —entre ellas la del Pompidou— y han viajado en los últimos años a museos de Suecia, Alemania o Londres.

El presente de un visionario

En 2025, ver a Anselm Boix Vives en el Grand Palais de París significa rescatar no solo a un creador singular, sino también una lección de vida. La de un hombre que transformó la adversidad en imágenes llenas de color, alegría y desasosiego. Que creyó en la utopía, primero a través de un plan imposible de paz mundial, después con una pintura que desbordaba todo lo aprendido.

Desde Herbeset, la aldea que lo vio nacer, hasta el corazón de la capital francesa, Boix Vives demuestra que el arte más auténtico no necesita pasaportes ni academias. Solo la urgencia de expresarse.

Y quizá haya en todo esto un atisbo de justicia poética: nosotros hemos llegado tarde a contar la noticiala exposición en el Grand Palais finalizó este 21 de septiembre—, pero al hacerlo, aunque sea a destiempo, brindamos a este creador castellonense el reconocimiento que merece.

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