Justo cuando me disponía a escribir este análisis sobre Donde el eco dijo, novela de Julián Bernal Ospina, un joven narrador caldense que ha sido para mí una revelación literaria, me encontré con que Eduardo García Aguilar escribió en su columna dominical de La Patria un artículo sobre Casa que respira, de Samuel Jaramillo González, un texto que me abre postigos para referirme a la primera novela del autor de De noche alumbran los huesos, libro de cuentos sobre el cual ya escribí en este diario. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntará el lector. Y yo le contesto: mucho. ¿En razón de qué? En que los dos libros coinciden en el referente literario. Donde el eco dijo, igual que Casa que respira, destaca el paisaje cafetero. En los dos, el hilo narrativo gira en torno a una casa rural.

Al encontrarme en el texto de García Aguilar este párrafo: “Se describen los ámbitos de esa región cafetera con sus vientos y soles, lluvias y nieblas, ríos y quebradas, guaduales y prados, cafetales y trochas”, me sorprendió la coincidencia temática de los dos libros. Más cuando, a renglón seguido, García Aguilar dice: “Textos que evocan la infancia y la adolescencia transcurridas por el hablante en una casa grande del Quindío, donde el de la voz vive con sus abuelos y familiares”. En Donde el eco dijo se muestra una casa construida en la finca Liberia, en La Cabaña, vereda de Manizales, de arquitectura antioqueña, “con corredores de madera de macana pintadas de verde”, iluminada por el recuerdo de quienes la levantaron. Allí, la abuela “creció bajo la sombra de los árboles y junto al susurro de las quebradas”.

La historia de la finca Liberia la narra en primera persona una nieta de los propietarios. Se llama Ana María. Es una joven con talento literario que sueña con convertirse en escritora para rescatar la historia de la familia. Una muchacha desinhibida, abierta para hablar, de conducta moderna, con lenguaje juvenil, amante de la lectura, que escucha música de Los Beatles mientras alimenta en su alma una obsesión: descubrir los secretos de sus antepasados. Se mete en el alma de quienes han vivido en Liberia, queriendo saber cómo piensan y por qué evocan con nostalgia el pasado. Mientras recuerda a los “arrieros desentendidos” y a las campesinas de sonrisa fresca, descubre una libreta de apuntes donde la abuela cuenta cómo se enamoró y cómo los nietos jugaban al escondite en las alcobas.

En Donde el eco dijo aparecen seres humanos que vienen de otras épocas y sobreviven en el recuerdo. Ahí están esos personajes que Ana María trae a la memoria mientras lee los apuntes de la abuela. Los que construyeron la casa, los que salían a coger café y los que contaban historias de aparecidos. Se “avistan los temibles pájaros de la violencia”, y se siente el viento crujir en esa casona con ventanas de madera donde en las noches Olga se encerraba a leer. Y oímos a Benjamín cantando el tango Volver, de Carlos Gardel, donde dice: “La vieja casa donde el eco dijo: tuya es su vida, tuyo es su querer”. Y se ve a Marina batiendo el chocolate hasta que hace espuma y a Luis hablando del viaje en la chiva Danubia cuando con una lámpara alumbró la carretera a Cerro Bravo para que Rafael manejara.

Esta novela es para mí un buen experimento técnico.

En Donde el eco dijo, de Julián Bernal Ospina, hay un narrador que despliega sus excelencias verbales para conducir al lector por una historia donde aparecen, como en un caleidoscopio, hechos menores que tienen relevancia en el argumento, como la aparición de una máquina de escribir o la muerte de un perro arrollado por el vehículo familiar. El autor juega con el suspenso, como queriendo llevar al lector a un desenlace inusitado. Con buena imaginación, recrea el misterio que surge cuando Benjamín cambia con un extraño un caballo flaco por una maleta vieja. Nadie en Liberia revisa lo que hay adentro. Cuando la abren, encuentran la máquina. El esposo de la tía Raquel la trajo sin pensar en facilitarle a Olga escribir sobre el entorno familiar. Aunque le explican cómo se maneja, ella nunca la usa.

Esta novela es para mí un buen experimento técnico. Se cuentan intimidades de una familia acomodada donde, a las cuatro de la mañana, una mujer embarazada, que tiene antojos, le pide a su esposo que le lleve tirados. Julián Bernal se vale de un alter ego para, en prosa bien elaborada, donde se advierte un escritor castizo, narrar el pasado de cuatro generaciones. La fuerza descriptiva del lenguaje seduce a quien tiene el libro en las manos. Hay aquí un autor que hace mención de los juguetes que hay sobre las repisas, las materas adornadas con flores, las cortinas que cubren las ventanas y los cables de oxígeno que le permiten a la abuela respirar. Ana María añora los pinos que sembraban en memoria de cada familiar que moría. Y hasta el ladrido de los perros tiene aquí un sentido especial.

Otro elemento para destacar en Donde el eco dijo es el manejo del erotismo. Su autor no se queda en las descripciones cromáticas de las cosas que llenan la casa, como el olor a café molido, el cacareo de las gallinas en el patio, el sabor de los sancochos, sino que complementa la historia narrada con las relaciones sexuales. Así como habla de Libia cuando camina hasta la orilla del río para encontrarse con Luis, exalta la libido de los personajes. Veamos la forma como narra un momento de pasión: “Lo fue tocando con suavidad, con curiosidad, con la sensación distinta que solo descubría al sentirlo a él. Luis se despertaba. El tacto lo estimuló. Viéndose así, frente a ella, quiso al comienzo ponerse la ropa, pero tras las caricias y las sonrisas siguió tal cual, y notó sin pena el comienzo de una erección”.

En la literatura universal, muchas novelas recrean el interior de una vivienda. En Cien años de soledad, de García Márquez, la casa grande de Macondo es el espacio donde sufren José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán. Está La casa de los espíritus, de Isabel Allende, donde se expresan las alegrías de la familia Trueba. Y La casa de las dos palmas, de Manuel Mejía Vallejo, donde crece la familia Herreros. En Donde el eco dijo, la casa de Liberia, donde la tía Filomena toma pocillados de tinto, es un espacio donde se alimentan sueños e ilusiones. Aunque en la novela pocas veces rezan el rosario, hacen presencia hombres y mujeres llenos de valores, a quienes la vida premió con una unión fuerte en el dolor y la alegría. Un libro con una narrativa fluida, alegre, pulcra, que entretiene al lector por su brillo literario.