Hay una Valencia que vemos todos los días y apenas ya nos conmueve, porque nuestra mirada se ha acostumbrado tanto a las imágenes que activa … en nuestra retina que tienden a ser invisibles. Y sin embargo, pensar en el conjunto del territorio como un espacio donde la Historia avanza en modo palimpsesto, añadiendo una capa tras otra, activa en nuestra memoria otras imágenes, que siendo referenciales se encuentran tan sumergidas que casi han desaparecido también: tienden a ser igualmente invisibles. Es el caso de los retratos (la mayoría, en blanco y negro) donde el fotógrafo Juan Piris Ferrer documentó en la segunda mitad del siglo pasado todo aquello que fuimos, la obra que ahora se exhibe en el Colegio Mayor Peset hasta el día 12 de octubre dentro de la programación ValenciaPhoto: una propuesta dirigida a entender lo que ahora somos. La tierra que salió del desarrollismo a lomos, entre otros avances de la época, de su condición de destino turístico para aquella España que empezaba a dejar atrás el 600. La España de los dos canales de televisión, que aflora como en un escalofrío en estas estampas tomadas en Cullera pero que podrían ser cualquier otro rincón de la Comunitat.

Piris, nacido en 1928 y fallecido en 1995, eligió la localidad costera para sus expediciones cámara en ristre porque era el escenario habitual de las creaciones de su tío, el pintor Emilio Ferrer Cabrera. Y aunque su formación era autodidacta, nunca le faltó el olfato para colocar el objetivo donde debía y arrancar de esos desconcertantes paisajes escenas memorables, recuperadas para la exposición (comisariada por Francesc Vera) gracias a que su hijo Jordi decidió explorar el archivo familiar y rescatar para la posteridad estas escenas que registran no sólo el paso de tiempo, sino que testifican además cómo se transforma una cierta geografía: de núcleo rural a localidad turística. Esa Cullera que inmortalizó Piris y que tal vez sólo existe ya en la memoria de sus habitantes más longevos y por supuesto en sus fotografías, conmovedoras porque en ellas late precisamente esa joya tan difícil de fijar: el paso del tiempo.

La imagen empleada como cartel de la exposición sirve muy bien al propósito que la hermana con otras que aguardan en las salas donde se exhiben: un perro vagabundo en mitad de la nada. A un lado, la Cullera que se asomaba al futuro, recortada su silueta allá al fondo, entre bancales desarrapados; en primer plano, ese futuro que se empieza ya a materializar, la Cullera que más o menos hoy conocemos. Bloques de hormigón que se levantan como segunda residencia de la pujante clase media de los 70, la que deserta de la España famélica, la del hambre de la postguerra, y se dispone a conquistar el mañana embutida en sus meybas y sus bikinis.

Imagen principal - El fotógrafo que retrató la Valencia del desarrollismo

Imagen secundaria 1 - El fotógrafo que retrató la Valencia del desarrollismo

Imagen secundaria 2 - El fotógrafo que retrató la Valencia del desarrollismo

El resto de imágenes espigadas dentro del nutrido arsenal legado por Piris que integran la exposición se alinean de acuerdo con idénticos principios. un homenaje a la contradicción. En ellas descuella por cierto un atributo sutil, aunque muy singular, que no se aprecia tal vez en una primera inspección: un tenue sentido del humor. Como si el fotógrafo nos avisara de que el porvenir que se asomaba a su lente iba a deparar estampas paradójicas, adornadas por una pícara tendencia a jugar con los contrastes reflejados en esas panorámicas donde la ribera del Júcar abriéndose paso entre los edificios que se ofrecen como alojamiento veraniego y destino del fin de semana. Frutales conviviendo con una costa todavía virgen. Naturales de Cullera asombrados ante la irrupción de los primeros guiris: la playa de San Antonio o la del Racó pasando de plácido rincón para amigos de la pesca y los baños de mar a refugio para el turismo de masas.

Otras instantáneas rinden tributo al mismo mundo que Piris retrató. En realidad, en todas ellas se destila un reconocimiento del choque entre culturas que se avecinaba y el autor de estas imágenes parecía intuir. Los bares de siempre, vecinos de las nuevas discotecas de factura pop. O la vida vista desde el corazón de una peluquería extraída de ‘Cuéntame’ o el escaparate de una perfumería, con un Simca 1000 al fondo como heraldo del progreso. O desde el interior de un apartamento decorado con sofás de escai y suelo de sintasol, todo tan sesentero, cuya terraza otea la España que viene: la España donde las reinas de los concurso de verano todavía ponían esa cara de susto propia de las parejas de novios de la época, con la sonrisa aún vetada. Cullera como metáfora de ese país que se reinventó de acuerdo con, en efecto, la lógica del palimpsesto: añadiendo al mar de toda la vida otro mar. Un mar de sombrillas.