[ESTE ARTÍCULO CONTIENE SPOILERS DE LA CASA GUINNESS]

Dinero, poder, rebelión. Las palabras se suceden frente a la pantalla acompañando imágenes de fuego y granos de cerveza. Un hombre con chistera camina dándonos la espalda por una fábrica, casi como si nos condujera por ella. «Sr. Rafferty, ¿cree que habrá problemas hoy?», le pregunta un trabajador. «El apellido del hombre es Guinness», responde el matón trajeado de James Norton con un marcado acento irlandés mientras da una calada al cigarrillo: «Por supuesto que habrá problemas».

Es 27 de mayo de 1868 y el féretro acristalado del fundador Sir Benjamin Guinness se dispone a abandonar la cervecería Guinness en St. James’s Gate camino a la celebración del funeral en la catedral. Como bien vaticinaba Rafferty, el arranque de La casa Guinness no tarda en convertirse en una batalla campal. Católicos contra protestantes. Nacionalistas irlandeses (feniano) contra unionistas. Libertad en la boca de algunos, Dios en la de todos.

Los cuatro hijos del difunto observan el revuelo por la ventana de su mansión. Y mientras ellos marchan hacia la catedral al son de Starburster, de Fontaines D.C., la música folk se mezcla con los estallidos de las botellas que chocan y resquebrajan el féretro de cristal de su padre en señal de protesta por su alianza con Londres, en cuyo Parlamento tiene una silla. Harto de la demora que provocan los fenianos, Norton se quita la chistera y empieza a limpiar el camino y reducir la ofensiva a mamporrazos mientras suena Get Your Brits Out, de Kneecap. 

Este no solo es el inicio de la serie más hilarantemente bestia y disfrutable que vas a ver este año, también es el inicio del camino al paraíso del cervecero que expandió por Europa su cerveza y firmó alianzas con Inglaterra, encendiendo esa escabechina que bien podría haber disfrutado desde su féretro con vistas de haber estado vivos. 

La casa Guinness es, desde este comienzo hasta su final de primera temporada, un viaje granuja, sucio, desatado, es una fiesta desenfrenada, rozando el coma etílico, de esas que tan bien se le da organizar a Steven Knight (Peaky Blinders). En la superficie, es una aproximación a la familia Guinness, propietaria del imperio cervecero que le da nombre, tras la muerte del fundador. En el fondo, es una observación libre y con lupa a sus luces y sus sombras, sus fortalezas y sus muchos defectos, así como al mundo en el que operan. 

Porque basta con echar un vistazo a sus primeros 5 minutos de metraje para confirmar que esta familia es el espejo en el que se refleja un contexto histórico determinado: el catolicismo y el protestantismo chocando en una Irlanda aún hambrienta que se rebela con más fuerza ante Londres. También es una Irlanda en crecimiento mediante el apellido Guinness, que mira a Estados Unidos. Todo ello contado con la palabra afilada, mala leche y la falta de puritanismo o corrección política de Steven Knight. 

En un año en el que Adolescencia ha acaparado la conversación en Netflix mientras se espera con ansia el estreno del final de Stranger Things, no descuides La casa Guinness, la apuesta más desquiciante, extrema y disfrutable del gigante del streaming para 2025. Te decimos por qué. 

Una familia todopoderosa y su matón

La casa Guinness nos traslada a la segunda mitad del siglo XIX, a una Irlanda en transición, a una Nueva York en expansión y al seno de una familia al frente de la fábrica cervecera más grande del mundo que acaba de perder al patriarca. «Primera prioridad es: no cagarla. Y la segunda prioridad es hacer Guinness aún más grande», cuenta Knight sobre las motivaciones de los herederos. 

Al creador de Peaky Blinders le van los personajes radicales, esos que le permiten dibujar la complejidad humana hasta la locura, caricaturas perfectas del patetismo, del desenfreno, de la violencia humanas, pero también de la astucia y la carnalidad. Todos estos arquetipos campan a sus anchas por las calles de la Dublín de la familia Guinness (aunque la serie se rodó en Liverpool). 

Los cuatro herederos del imperio, en el centro de la historia, son el ejemplo perfecto de estas piezas indispensables en el tablero clasista y viciado que el showrunner quiere plasmar. Arthur (Anthony Boyle) es el primogénito bon vivant condenado a hacerse cargo de la fábrica junto a su hermano Edward (acertadísimo Louis Partridge), el hijo ambicioso y pragmático, obsesionado con expandir el negocio. 

Luego está la beata Anne (Emily Fairn), la mujer de la familia, con todo lo que eso conlleva. Pero es a través de ella que descubrimos a todo un batallón de personajes femeninos librepensadores (mención especial para la tía Agnes de Dervla Kirwan) que dieron el mejor uso al talonario Guinness, sumándose a causas benéficas y reconstruyeron Dublín para la clase trabajadora. 

Queda un Guinness más, Ben (Fionn O’Shea), un alma torturada por sus adicciones y quien menos importa en el relato. Si bien todos los personajes tienen algo intrínsecamente knightniano, el personaje que realmente podría haber salido de Peaky Blinders, tal vez porque es inventado, es el ‘solucionador’ de los Guinness, Sean Rafferty. 

James Norton parece pasárselo bomba con las mangas arremangadas y el chaleco de matón con capas, un irlandés de los bajos fondos que ha ascendido hasta convertirse en el hombre de confianza de la familia; que opera en las sombras, en las mazmorras de la factoría, rodeado de fuego; que amenaza con cadenas, que se deja arrastrar por las pasiones (también carnales) y se cobra las vendettas de los Guinness. 

Al final del día, es el perrito faldero con el que la familia hace lo que le da la gana, convirtiéndolo en un personaje más complejo de lo que aparenta. En un mundo de privilegiados y de marginados, Rafferty navega entre ambos espacios sin pertenecer del todo a ninguno, juega su propio juego y todo tiene sentido gracias a la versatilidad del actor que le da vida.

Los seguidores de Happy Valley saben de sobra lo bien que se le da al buenazo de Norton hacer el mal, cambiar de registro y divertirse en el lado oscuro, y aquí se entrega al acento irlandés, a los cigarrillos y a la violencia sin reparos con un rol que hace disfrutar al público, que lo erige en una atracción peligrosa e insaciable (¿o es solo un irlandés con pendiente?). Él es, junto a Louis Partridge, el actor que más luce en esta batalla con chisteras. 

Una Irlanda dividida, una América prometida

Cuando decimos que Edward Guinness es la mente detrás de la expansión de la cerveza Guinness no es una exageración. El hermano más ambicioso y avispado piensa en América, pero no por ello descuida el contexto político que repercute a la marca en Irlanda y de ahí que opte por poner un arpa en junto al sello Guinness. Se trata del arpa de Brian Boru, del siglo XV, un símbolo que refleja la cultura y el patrimonio irlandés. 

En la década de 1860, la familia Guinness buscaba un símbolo que identificara su cerveza como producto de Irlanda y lo encontró en el arpa. El clima sociopolítico es un aspecto clave en la serie de Netflix, inseparable de las motivaciones que mueven a todos sus protagonistas. 

La casa Guinness es un viaje a una Irlanda aún famélica tras la Gran Hambruna, y en conflicto político y religioso ante el dominio de Inglaterra. Es la Irlanda contrariada, harta, la de la Hermandad Republicana Irlandesa, contrapunto perfecto de una familia Guinness con una silla en el Parlamento de Londres. También es la Irlanda que se forja alianzas al otro lado del Atlántico, en la publicitada tierra de oportunidades. 

Todo ese entorno alimenta y enraíza la historia de los Guinness. Porque, en esencia, este es el relato de cuatro herederos tratando de conjugar sus diferencias para mostrarse como un frente unido en ese baile social de máscaras y estrategias llamado Reino Unido en el que deben danzar sin tropezar entre familiares, empleados y rebeldes. 

Es precisamente el contexto lo que eleva muchas de las subtramas, como la alianza inesperada que se forma entre Edward y Ellen Cochrane (Niamh McCormack), una astuta feniana que comparte con el segundo del clan la frustración por tener que enmendar los errores de su hermano mayor. Ellos, más cautivadores cuando operan juntos, reflejan los tiras y aflojas de ambos bandos, las aristas, las trifulcas y los entendimientos. 

Steven Knight en estado puro

La casa Guinness tiene el carácter explosivo, irreverente y ambicioso que cabía esperar de una producción de Steven Knight. Es una Peaky Blinders con chistera, una Succession con cerveza negra, una joya tremendamente disfrutona, acelerada y tan incorregible como sus protagonistas. Es anacrónica, moderna, con una banda sonora que revienta con todo, Knight en estado puro. 

Podría haber pecado de repetitiva (otra historia de herederos de un imperio, encima con la sombra de Succession), podría haberse pasado de rosca, y, sin embargo, la serie se las ha apañado para resultar un despiporre de acción único, con referencias claras pero llevadas a su terreno, con un escenario muy irlandés que expande su interés mucho más allá de sus fronteras argumentales. 

En una industria justa, sin prejuicios ni cinismo, también con menos aluvión de estrenos por semana, La casa Guinness acapararía las listas de mejores series de año y sería una contendiente en la temporada de premios televisivos. Pero, como nos referimos a esa misma industria en la que Peaky Blinders fue ninguneada por los Globo de Oro o los Emmy, no confiamos demasiado en que esta consiga el reconocimiento que merece. 

Nosotros, desde CINEMANÍA, nos conformamos con que Netflix dé luz verde a una segunda temporada tras un final de temporada que deja demasiados cabos sueltos. Por ahora, brindamos con una pinta de Guinness por Knight, que sigue siendo uno de los creadores más valientes y alborotadores de la pequeña pantalla.