Este otoño hará cinco años de la muerte de Javier Reverte. Todos los que amamos los libros de viajes estamos en deuda con él. Y ahora, cuando tantísima gente está pendiente de los viajes del verano, es difícil imaginar un lugar al que no … hubiera viajado Javier Reverte. Cuando ya estaba enfermo, se las ingenió para viajar a Turquía una vez más –aprovechando un resquicio en el confinamiento del Covid–, porque quería rematar un libro que estaba escribiendo sobre Irán y Turquía y el golfo Pérsico, el que sería su último libro de viajes, ‘La frontera invisible. Un viaje a Oriente’. Y a pesar de que sabía que le quedaba muy poco de vida, soñaba con viajar a Armenia y el Cáucaso, y también tenía planeado hacer un recorrido por la Costa da Morte gallega, aunque ya no le dio tiempo y la vida se lo llevó a otra clase de costa, una costa sin tiempo y sin pasado y sin recuerdos. En uno de sus poemas –también fue poeta–, Reverte había dejado escrito su ‘Epitafio’: «Le picaron las abejas,/ pero se comió el panal». Y vaya panal el que se comió Reverte, un panal tan grande como el mundo.
Javier Reverte siempre estaba hablando de viajes: de dónde acababa de llegar o de adónde tenía pensado marcharse. Y entonces te contaba la conversación que había mantenido, en los urinarios de la primera cubierta, con el capitán de un decrépito transbordador alemán, el Liemba, que había sido hundido en los combates africanos de la Primera Guerra Mundial pero que aún recorría el lago Tanganika, entre Zambia y Burundi. O te enseñaba la foto que se hizo en Cong, en el corazón de Irlanda, frente al pub de Pat Cohan que John Ford sacó en ‘El hombre tranquilo’, y donde ahora hay un surtidor de gasolina junto al que Javier Reverte fingía boxear como boxeaba John Wayne cuando tenía que pelearse con el hermano de Maureen O´Hara. Por lo que hablamos, sé que no le gustaban nada Nueva Zelanda ni Viena, y no conocía Japón, que no parecía interesarle demasiado, pero adoraba pescar caballas en Garrucha y jugar al mus con los jubilados entre los pinares de Valsaín, en Segovia. Y de entre todos los países que había conocido, siempre decía que Siria había sido el más interesante. La última vez que hablamos, la guerra civil siria había destruido casi todo lo que él amaba, pero aun así se empeñaba en volver algún día, aunque sólo fuera a conocer lo poco que había quedado en pie.
Ya no recuerdo cuándo conocí a Javier Reverte, pero de alguna forma tengo la impresión de que lo conocí hace tanto tiempo que en cierta forma fue como un hermano mayor. Los dos compartíamos el amor por los viajes, sólo que él se llevó toda la vida viajando y yo casi ya no voy a ningún sitio. Hay pocos lugares del mundo por donde no hubiera pasado Javier Reverte. En Etiopía siguió las huellas del jesuita Pedro Páez, descubridor de las fuentes del Nilo Azul en 1618 y muerto de unas fiebres en las riberas del lago Tana. En Ítaca –la patria de Ulises– no dejaba de ir a beber retsina al diminuto restaurante Tsiribis, en la playa de Loutsa. En Alaska, Reverte llegó hasta el viejo ‘saloon’ donde el embaucador Soapy Smith acabó tiroteado por unos matones, en plena fiebre del oro. En un bazar de Zanzíbar se encontró una foto antigua de un isleño mugriento que toreaba con un trapo un inmenso toro cebú (y él, como es natural, se hizo otra foto al pie de aquella foto antigua). En las afueras de Nueva York logró encontrar el cementerio, cerca del río Hudson, donde se halla la tumba solitaria de Federico García Rodríguez, el padre de Lorca («esa tumba estaba en la parte más triste del cementerio», me dijo). En el hotel Francia, en Oaxaca –cuando seguía los pasos de Malcolm Lowry–, descubrió que la dueña era una vieja señora andaluza y se pasó toda la noche conversando con ella en el bar. Y después de cruzar el Amazonas –un viaje que narró en ‘El río de la desolación’–, tuvo que ser internado en un hospital de Belém do Pará porque había contraído una variante mortal de la malaria, y sólo se salvó de una muerte segura porque un médico testarudo se empeñó en hacerle una segunda hemodiálisis cuando ya todo el mundo le daba por muerto. Años antes, cuando escribía su trilogía africana ‘Vagabundo en África’, tuvo otro encuentro con la muerte en un recodo perdido del río Congo, cuando un soldado borracho estuvo a punto de matarlo porque no le gustó encontrarse con un blanco en un lugar donde se suponía que no había blancos. Pero estas cosas le daban igual: el gran panal del mundo era demasiado atractivo, demasiado rumoroso como para dejar de meter las narices en su interior. Y las abejas le picaron, claro que sí, pero él se comió el panal.
Tuve la suerte de viajar con él a Teruel, donde me señaló el lugar exacto –en lo alto de la Mola– por donde había entrado su padre pegando tiros, en el terrible invierno de 1937, cuando luchaba con las tropas de El Campesino en la 46 división del ejército republicano (esa división acabó prácticamente deshecha y el padre de Reverte, el periodista Jesús Martínez Tessier, se salvó de milagro). Reverte siguió los pasos de su padre, igual que su hermano Jorge, y en sus largos años de periodista viajó por todo el mundo como corresponsal de guerra. Estuvo en Centroamérica en los años 80, en la época de las «guerras floridas» de Roberto Bolaño, y también estuvo en el Ulster en la época de los enfrentamientos entre protestantes y católicos, y luego en Sarajevo durante los días interminables del asedio serbio. Y después estuvo en Ruanda tras el genocidio de 1994, y más tarde cruzó el Atlántico en un carguero porque quería saber cómo vivían los marinos mercantes. No sé si llegó a escribir un libro sobre el Mississippi, pero me escribió una vez desde un sitio perdido de Luisiana porque le estaba siguiendo la pista a los barcos fluviales de Mark Twain.
Uno de sus libros más hermosos es ‘El corazón de Ulises’, que cuenta un viaje por Grecia que se inicia en la isla de Ítaca y que reconstruye el itinerario griego de ‘La Odisea’. Por supuesto, cuando le preguntaban cuál era su libro favorito, Javier Reverte contestaba sin vacilar que era ‘La Odisea’, y una noche de mucho calor, en la que no sé cómo terminamos brindando por el general Modesto, le oí recitar estos versos del canto quinto mientras levantaba una copa de vino hacia la alta noche: «Alegre desplegó las velas al viento el divino Odiseo. Y no caía el sueño sobre sus párpados mientras contemplaba las Pléyades». Y entonces supe que Javier no sólo era boxeador y corresponsal de guerra y aventurero y buscador de historias, sino que era también un polizón que había logrado colarse en el barco de Ulises. Y ahí sigue, cinco años después de haber partido de este mundo.
SOBRE EL AUTOR
Eduardo Jordá