La Ryder Cup, la gran cita del golf, el tercer acontecimiento deportivo más seguido tras los Juegos Olímpicos y el Mundial de fútbol. Nueva York, la capital del planeta. Donald Trump bajando del Air Force One para animar a su ejército. Michael Jordan en primera fila. En los palos, Scottie Scheffler, el número uno del mundo, y Bryson DeChambeau, un golfista disfrazado de estrella de rock. Más de 50.000 espectadores cada día en directo en el majestuoso campo de Bethpage y cientos de millones en televisión. Estados Unidos había diseñado una perfecta obra de teatro de Broadway. Contaba con el presupuesto, el escenario, los actores y la banda sonora. Y hasta estuvo a punto de redondear la secuencia con un final de infarto. Europa resistió la emocionante y orgullosa carga final de los estadounidenses y se ha asegurado al menos el empate y retener el trofeo conquistado en Roma hace dos años. Los hombres que capitanea Luke Donald triunfaron contra los elementos en territorio enemigo.
La Ryder es el patio de juegos de Europa desde que en 1979 los jugadores británicos acogieran a los golfistas continentales en el desafío al imperio americano. Desde aquel parteaguas, los europeos han celebrado 14 victorias por nueve los estadounidenses. Y la secuencia es demoledora a favor de los hombres que visten de azul frente a los de rojo: 11 de las últimas 15 citas, seis de ocho. Esta de Nueva York con un significado especial por la complejidad que supone vencer fuera de casa y bajo el ambiente tan encendido que se respira en esta competición contra el equipo visitante. Es la primera derrota de un conjunto local desde Medinah 2012, cuando la Europa que capitaneaba Olazabal escribió una remontada épica el domingo (cuatro puntos recuperados). Si aquello fue bautizado como un milagro, la quinta victoria europea en suelo americano (antes en 1987, 1995, 2004 y ese 2012) ha caído por su propio peso y pese al sufrimiento final.
Europa amasó una ventaja de siete puntos (11,5 a 4,5) después de los foursomes y fourballs del viernes y el sábado, la mayor renta jamás lograda por un equipo en la competición a esas alturas. El broche lo cosió en los 11 duelos individuales de este domingo después de que la lesión del noruego Hovland estableciera un empate en su partido con Harris English sin que ambos jugaran. El conjunto azul solo necesitaba dos puntos más para retener la copa y los abrochó con mucho sufrimiento porque Estados Unidos lideró una carga llena de orgullo para apretar el marcador.
La actuación europea en Nueva York resalta la continuidad de un modelo. El mismo capitán que en Roma, Donald, y 11 de los 12 jugadores que triunfaron entonces, todos menos un gemelo por otro, Rasmus Hojgaard en lugar de Nicolai. Con esos mimbres, el experto estadístico Dodo Molinari y el pasional Olazabal como vicecapitanes, los jugadores continentales han exhibido un alto rendimiento individual y colectivo. Diez de ellos se unen a los 37 golfistas (en ese grupo ya estaban Rose y McIlroy) que habían triunfado antes en campo rival. Estados Unidos se quedó sin explicación justo cuando más había trabajado ese sentimiento colectivo con el que Europa marcaba la diferencia. El capitán, Keegan Bradley, convocó las semanas previas a la tropa, jugaron juntos un torneo y pasearon por cada esquina la bandera. Nada funcionó. Ni Nueva York, ni Trump, ni Michael Jordan. El golf coronó a Europa.