La Cómic-Con de Málaga convive con un mercado negro de compra y reventa que opera a la vista y se alimenta del clima de urgencia que generan las tiradas cortas. No necesita nocturnidad; le bastan las colas, los pasillos y los grupos … de mensajería para comercializar productos recién adquiridos, exclusivos o no a precios inflados.
El objetivo es doble: recuperar el coste de la entrada y exprimir la demanda de objetos difíciles de conseguir. El resultado es un juego de sillas constante: cuando el visitante medio llega al stand, la pieza ya ha volado, y su precio, multiplicado, circula a unos metros del recinto.
Los precios hablan solos. Un funko parte de 22 euros en mostrador, pero en la reventa salta por encima de 250 euros si incorpora una firma, y escala a 450 euros en el caso de un Tim Murphy «exclusivo». El techo lo marcan piezas de «Star Wars» o «Spider» que se colocan a 600 euros. Entre once y veintisiete veces el precio de origen.
El mismo fenómeno ocurre con el resto del merch. Un «pack merchandising Cómic-Con», tres gorras, dos pegatinas, pulsera, pin y una tira de pegatinas, se ofrece por 109 euros; la bolsa «Tron Cómic-Con», por 65; una pegatina «San Diego Cómic-Con», por 50; la camiseta homónima, por otros 50; cinco sellos conmemorativos, 80; libreta y bolígrafo, 60; y hasta una camiseta del staff circula a 50. Cada línea abre un nicho y cada nicho habilita márgenes que convierten la feria en una economía instantánea donde todo se compra con una mano y se revende con la otra.
Precio de reventa de funkos pop exclusivos de la edición
Alejandro Trujillo
Ese clima no surge de la nada. Se apoya en tres palancas: la compra temprana y por volumen en stands con stock limitado; el «upgrade» inmediato que da una rúbrica en la mesa de autógrafos, se compra a 22 euros, se firma y ya se pide por encima de 250; y la revalorización simbólica de objetos ajenos a Málaga, como pegatinas y camisetas con la marca de San Diego Comic-Con, reconvertidos en recuerdos «premium» de la edición malagueña.
La consecuencia es visible: desabastecimiento a primera hora, tensión en las colas y una sensación de caza del tesoro que margina a familias y visitantes ocasionales, para quienes pagar 50 euros por una pegatina o ver cómo desaparecen funkos exclusivos en minutos resulta, sencillamente, una barrera de entrada.
En ese contexto, las voces del público ayudan a entender el pulso del evento. Emma Sánchez, aficionada de Barcelona, ha puesto el dedo en la llaga: «Hay algunos que vienen al evento pensando ya en el negocio que van a hacer con la reventa del merchandising». Lo que para muchos es una fiesta pop, para otros es una hoja de cálculo: calcular cuántas piezas se pueden acaparar, cuántas firmas se pueden conseguir y cuánto margen dejará el siguiente comprador impaciente.
Esa lógica del beneficio rápido coloniza los pasillos y contamina la experiencia de quienes acuden con la ilusión simple de completar una colección o llevarse un recuerdo a precio razonable.
Aficionados tras adquirir un funko pop en la Comic-Con de Málaga
francis silva
Desde dentro, el diagnóstico es descarnado. Personas de la organización han admitido que el fenómeno se repite en citas similares y que su naturaleza es escurridiza: «esto es muy común en este tipo de eventos al ser objetos únicos no se puede hacer nada para evitar su venta posterior».
La frase no exime responsabilidades, pero describe una realidad: cuando el objeto sale por caja, la organización pierde control. A partir de ahí, todo depende de cómo se tracen reglas y controles para evitar que la especulación imponga su ley. Los carteles de PVP oficial, las reposiciones escalonadas y los topes por DNI no eliminan el problema, pero sí lo enfrían.
La cadena de valor de la reventa se completa con quienes han convertido la firma en moneda de cambio. Juan Trillo, de Valencia, lo ha explicado con una franqueza que pocos expresan en voz alta: «Tengo amigos que solo han reservado autógrafos con actores para que les firme su funko y luego poder venderlo, así se pagan la entrada».
Ese «modelo de negocio» ha prendido porque los incentivos son enormes y el riesgo, mínimo: una vez completada la firma, la operación se cierra en la misma puerta del pabellón. Y el fenómeno se desborda por los márgenes: según relatan asistentes, hay incluso miembros del staff que, al comprobar que se venden fuera productos que ellos manejan o poseen, deciden ponerlos también en circulación. Es la frontera más delicada, no solo por la ética de la reventa, sino por la seguridad que entraña liberar prendas internas o material de uso restringido.
Medidas para evitar que se repita
La pregunta clave es qué se puede hacer sin matar la feria que se pretende proteger. La organización tiene margen si asume medidas quirúrgicas: límite de unidades por persona y por día; sellos antifraude, tinta invisible, stickers numerados, en cajas de tirada limitada; separación física entre colas de firmas y áreas de venta para impedir el «compra-firma-vende» en cadena; prohibición y control efectivo de salida de prendas internas y credenciales; y reposiciones alternas para evitar acaparamientos masivos a primera hora.
Más allá de la norma, la transparencia es el mejor antídoto. Señalizar con claridad qué es «exclusivo de Málaga» y qué no lo es; publicar stocks previstos y PVP oficiales; explicar por qué se limita la compra a dos unidades; y acordar con plataformas de compraventa la retirada ágil de anuncios que usen marcas del evento o aleguen exclusividad no acreditada.
Con información visible y reglas previsibles, la expectativa baja y la fiebre del «todo vale» pierde temperatura. La feria no puede resignarse a que el relato lo escriban los márgenes: si la experiencia del público se degrada, el ecosistema de expositores y artistas lo paga.
Porque, al final, la Cómic-Con es también el espejo de la ciudad que la acoge. Málaga se ha consolidado como plaza cultural y ferial, y no puede permitirse que la postal se agriete por un mercado paralelo que confunde recuerdo con negocio. Entre los 22 euros del funko base y los 600 de ciertas reventas hay una distancia que no conviene normalizar.
No se trata de demonizar al coleccionista ni de negar la emoción de una firma, sino de poner coto a los abusos que expulsan a las familias y arruinan la magia del encuentro. Con topes, sellos, controles sobre prendas internas y coordinación institucional, la próxima edición puede recuperar la balanza. Y volver a colocar el merchandising donde debe estar: en la memoria feliz de quien lo compra, no en la caja registradora de unos pocos.