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Desde que se inició la llegada de importantes flujos de inmigrantes, al alba del nuevo milenio, España ha adoptado un nuevo modelo de crecimiento demográfico cuyos resultados contradicen todas las proyecciones de población anteriores. Nuestra pooblación crece por encima de la de muchos países de nuestro entorno. El número de ocupados y de cotizantes a la Seguridad Social aumenta, en contra de los interesados vaticinios de los que veían a la vuelta de la esquina la ruina de nuestro sistema de protección social, debido al aumento del número de viejos y a la inevitable, según ellos, caída de la población de adultos en edad de trabajar. Nuestra demografía funciona. Pero funciona de una manera distinta a la que nos ha habituado la historia. El crecimiento de la población, o al menos su mantenimiento, no surge de las familias, que están muy lejos de renovarse, puesto que una pareja trae ahora al mundo, en promedio, 1,2 hijos. Nuestra población se renueva hoy por la vía del mercado de trabajo: llegan inmigrantes deseosos de trabajar y terminan asentándose, trayendo a su familia, o formando una, e integrando la población española con un buen número adoptando la nacionalidad. Este modelo, que lleva funcionando de facto en España más de 25 años, tiene ventajas e inconvenientes. La principal ventaja es evitar que, si se prolonga indefinidamente la baja fecundidad, los españoles acaben por desaparecer de la faz de la tierra o, por lo menos, vayan siendo cada vez menos, con una carga de mayores insostenible. Otra gran ventaja es que nos llegan personas dispuestas a trabajar, cuya crianza y formación la han costeado otros países. La adecuación de la formación, a la demanda del mercado de trabajo no constituye un obstáculo en sí ya que, por las peculiaridades de este mercado, se crean empleos que ocupan sobre todo los inmigrantes, para los que estos no compiten con los autóctonos.Una selección de inmigrantes en función de las necesidades del mercado de trabajo solo afectaría a efectivos muy reducidos, en sectores con escasez de oferta de trabajo suficientemente cualificada como, por ejemplo, ciertas ingenierías. Nada que ver con la entrada de varios cientos de miles de personas cada año que se insertan y forman en nuestro sistema productivo.

Sí se puede contar entre los incovenientes que esa crianza que nos sale gratis entraña habitualmente costumbres, prácticas religiosas o hablas alejadas de las que imperan mayoritariamente aquí. España cuenta con la ventaja, que no se da en otros países importantes de la Unión Europea, de que la inmigración, en su gran mayoría, proviene de países en los que se habla castellano y se practica la misma religión[1].

Otro rasgo, menos aparente, pero que debe preocupar, es que la llegada neta de inmigrantes en un año dado va a depender de la situación económica, a través del mercado de trabajo. Si esto interesa indudablemente a las empresas, para las que representa un mecanismo de ajuste de las plantillas muy flexible, no lo es tanto para nuestra demografía. Cuando la población se alimenta fundamentalmente de nacimientos, su evolución es regular, porque no se producen, salvo circunstancias excepcionales, variaciones bruscas en el número de nacidos cada año. Cuando la evolución demográfica depende de las necesidades del mercado de trabajo, sí que pueden producirse variaciones importantes de las entradas entre años de crisis y años de bonanza económica. Lo que puede parecer bueno para el mercado de trabajo se traduce en posibles desequilibrios en la estructura por edades y en el ritmo de crecimiento de la población.

Se deduce de lo anterior que, lejos de ligar todavía más la inmigración al mercado de trabajo, algo que ya funciona razonablemente bien, lo que importa realmente es como asegurarse de que los que vienen a trabajar accedan a la plena ciudadanía. El modelo del “gastarbeiter” (trabajador invitado, literalmente), aplicado a los trabajadores que llegaron a Alemania entre los años cincuenta y setenta, nunca funcionó: entre los que venían a cubrir huecos en el mercado de trabajo con expectativa temporal, la mayoría permaneció en el país de forma permanente, sin acceder al estatus de ciudadano.

El pleno acceso de los inmigrantes a la ciudadanía es el verdadero reto para una política de inmigración eficaz. Es necesario aceptar, con todas sus consecuencias, el cambio de modelo demográfico. El deficit de nacimientos se está cubriendo con llegadas continuadas de inmigrantes que vienen a trabajar y se integran en la población. La política inmigratoria debe fijarse esa integración como único objetivo: no son preocupantes los flujos de llegada, que hasta ahora no superan la capacidad de integración en el mercado de trabajo, no es preocupante la situación irregular de muchos de ellos, que se debe a la escasez de vías de acceso con plena legalidad y a la lentitud de los procesos administrativos que regularizan a ciertas categorías, como los demandantes de asilo, y que es posible solucionar mediante regularizaciones, de carácter periódico si es necesario. Solo es realmente preocupante la instrumentalización de la inmigración por los partidos de la derecha, en una pugna cainita, para intentar rascar votos. Es un comportamiento que va directamente en contra de los intereses de nuestra nación y que, además puede crear conflictos internos innecesarios, no deseados ni por los inmigrantes ni por la mayoría del resto de los ciudadanos.

En esto días el Partido Popular ha aprobado una llamada “Declaración de Murcia” por la que anuncia un mayor endurecimiento de su política hacia la inmigración. Restringe las entradas, discrimina a los inmigrantes que cometen delitos con relación al resto de la población y, en general, favorece la suspicacia, la desconfianza hacia un colectivo que España necesita y que ni suplanta a trabajadores españoles ni delinque más que el resto de quienes residen en España. Un colectivo que aporta mucho a nuestro PIB y es esencial para nuestra continuidad como población. Esta “Declaración” y otros pronunciamientos anteriores denotan la ausencia de miras de una derecha supuestamente moderada que, lejos de ver en la inmigración un problema de Estado, no duda en utilizarla para intereses cortoplacistas, a riesgo incluso de equivocarse y ser superado por el discurso más desacomplejado de su rival de la ultraderecha.

Es una ironía de la Historia que esta “Declaración” haya visto la luz en la región que alimentó a Cataluña de inmigrantes, que recibían el nombre genérico de “murcianos”. Allí llegaban a trabajar, sin conocer el idioma, con costumbres que, aún hoy, son despreciadas por algunos catalanes. Sin embargo, la inteligencia del sistema catalán los integró, primero como trabajadores, muchos en las categorías más bajas, y progresivamente como ciudadanos y ciudadanas, que fueron escalando posiciones y criando hijos catalanes. Las autoridades murcianas, hoy del Partido Popular, no deberían olvidar la historia de su pueblo y ganarían en prestar el nombre de esa región a una política de integración inteligente y humana y no a unos propósitos marcados por la xenofobia y el oportunismo.

[1] Aunque convendría analizar la creciente influencia del evangelismo entre los inmigrados de origen latinoaméricano.