He visto imágenes repugnantes, pero pocas como la que ofrecieron la tarde del lunes en la Casa Blanca los dos personajes más aciagos de la actual humanidad; los más embusteros, corruptos y, eso es lo peor, los más poderosos del mundo, cada uno a su manera. Detenidos en el umbral del lugar desde donde Dorito opta a su Nobel de la Muerte, sonreían ambos y levantaban el pulgar en señal de triunfo. Podían hacerlo. Nadie les tose.

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Tienen a su lado a los regímenes árabes (que no a sus pueblos, aunque la represión que sufren les impide manifestarse por Palestina como querrían), tienen la debilidad europea, cuando no la complicidad. Tienen riqueza, tienen las armas, tienen la determinación de obtener pingües ganancias y tienen el cinismo de levantar el dedo, pervirtiendo el sentido del gesto de perdón atribuido a los emperadores romanos, aunque ello sea más bien un invento de Hollywood.

Netanyahu y Trump alzan el pulgar para condenar a aniquilación, a esclavitud colonial, a miseria, a enfermedad y a hambruna. Ocurra lo que ocurra, y suele ocurrir lo que Israel quiere, con el plan mal llamado de paz, nadie resucitará a los casi 66.000 palestinos asesinados (la mayoría civiles) ni hará crecer los amputados miembros de los niños, ni disminuirá el dolor de las madres que sobreviven a su prole.

Y también se las arreglarán para que no les llegue la ayuda humanitaria prometida. Tony Blair en el papel de experto para la reconstrucción, por qué no me extraña. Aznar, por el momento, ni siquiera invitado para lustrar botas. Aunque bien sabemos que de los negocios en aquel lejano y martirizado retazo de Mediterráneo se lucrarán también los palmeros del Genocidio que cacarean desde el centro de la española meseta central. Pulgares arriba, Palestina muerta. Lo mires como lo mires.