Cada cierto tiempo reaparece el mismo debate, disfrazado de novedad. Hace poco, en televisión, alguien volvió a proclamar que la tauromaquia es «arte», que sin ella los toros «se extinguirían», que «no hay maltrato» porque el animal no sufre, o al menos no de manera «intencionada». Y, como colofón, la frase que pretende clausurar la discusión: «yo respeto a los antitaurinos, respetadme también como taurina».

Pero, ¿qué significa realmente esa exigencia de respeto?

Conviene aclararlo: lo que merece respeto son las personas, no necesariamente sus ideas. Confundir el respeto a las personas con la obligación de respetar todo lo que piensen o defiendan es un error grave. Porque no todas las ideas son respetables: algunas sostienen la dignidad, otras la pisotean. Respetar a alguien nunca implica conceder validez a cualquier cosa que diga; el respeto no es un pasaporte universal a cualquier opinión.

En los debates sobre la tauromaquia suelen aparecer falsos argumentos que se derrumban por sí solos. Por ejemplo, afirmar que los toros se extinguirían sin las corridas es una falacia de causa falsa que busca invertir la carga moral. En realidad, lo único que desaparecería serían los toreros y, honestamente, ojalá fuese así. La ética nos invita a no aceptar este chantaje disfrazado de preocupación ecológica.

La tauromaquia también suele intentar negar el dolor del animal o, como en este programa de televisión, esta persona alega que no se inflige el dolor «intencionadamente»; pero es otra clara evasión sin ningún rigor científico ni ético. El sufrimiento no se borra con música, aplausos ni fanfarrias.

Decir que la tauromaquia es arte es también un modo de escapar del cuestionamiento ético. Se apela a la falsa autoridad del «arte» (falacia de la falsa autoridad) como si fuese un salvoconducto moral. Es verdad que la filosofía nunca se ha puesto de acuerdo sobre qué es el arte. Para Tolstói, por ejemplo, el arte era ante todo la capacidad de transmitir sentimientos de una persona a otra. Nietzsche lo veía como una fuerza que afirma la vida, incluso cuando muestra dolor o tragedia. Para Kant, el arte era aquello que despierta en nosotros un placer libre, que no depende de intereses prácticos. Y con Duchamp, el arte pasó a ser la mirada que convierte un objeto cualquiera en obra, simplemente porque lo colocamos en un contexto artístico. En efecto, muchas veces el arte se ha nutrido de la violencia: Goya pintó los desastres de la guerra, Bacon exploró la carne desgarrada, las tragedias griegas narraron muertes crueles… Pero aquí hay una diferencia decisiva: esos artistas representaban la violencia, no la ejercían. Se podría discutir si eso es arte o no, se podría discutir la moralidad de las obras de arte, pero no es lo mismo explorar el dolor desde la representación que infligirlo directamente. Lo primero quizá abre conciencia; lo segundo perpetúa el daño. La tauromaquia no simboliza el sufrimiento: lo produce. No lo transforma en mirada, sino en herida.

Hay otra cuestión que es sumamente importante aclarar: no todo se discute en el mismo plano que los gustos personales. Que a uno le guste el helado de chocolate o de avellana no requiere justificación; son preferencias sin contenido ético. Pero cuando hablamos de seres que sienten, de derechos o de violencia, ya no estamos en el terreno del gusto: estamos en el terreno de la ética; y la ética no se ampara en preferencias, sino en argumentos. Ahí no todo vale y conviene subrayarlo: el reclamo de «respeto» en cuestiones éticas no busca diálogo, sino silencio. Se utiliza como escudo para no dar argumentos y para hacer pasar por intocable lo que debería ser cuestionado. El respeto así se convierte en coartada para creer que puede decirse y hacerse cualquier cosa en su nombre. Esa exigencia de respeto no dignifica a nadie: solo intenta proteger la injusticia.

Ese es, precisamente, el verdadero riesgo de confundir respeto con aceptación: se silencia la crítica, se perpetúan los abusos y se normaliza lo inaceptable. La dignidad no se protege con indiferencia, ni la justicia con neutralidad. La ética, como brújula, nos recuerda que no todas las opiniones pesan lo mismo, ni todas merecen la misma voz. Respetarnos como personas es irrenunciable; legitimar cualquier idea, no.

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