Viernes, 3 de octubre 2025, 14:54
Murcia atesora en su catálogo de libros para la historia no pocos que incluso se estudian en renombradas universidades de todo el mundo y aquí nos suenan a chino. Pongo por caso ‘Idea de un príncipe político cristiano’, de Saavedra Fajardo; ‘Historia de las guerras civiles de Granada’, de Pérez de Hita; o unos cuantos de Pérez Reverte. Y si me apuran, cuanto escribieron o recopilaron más tarde de Ibn Arabí o del desconocido Abu al-Abbás al-Mursi (al-Mursi que significa ‘El Murciano’). Vayan ustedes a Alejandría y contemplen su mezquita, que quita el hipo. Pero no nos quita la vergüenza de que aquí, donde nació, nadie se preocupe de recordarlo.
Bueno. Contaba que libros históricos hay unos cuantos. Pero junto a estos, visto el panorama desolador en esta Murcia desmemoriada, hay otros que igual dentro de un siglo serán recordados. Sobre todo, porque fijan y dan esplendor a costumbres en evidente retroceso. Entre ellas, la espléndida gastronomía huertana. No exagero. ¿Acaso no recordamos a Ibn Razin al-Tuyibi, quien nació aquí en 1227 como el autor de uno de los recetarios más importantes y completos del mundo islámico medieval y de Al-Ándalus?
Ahora hace casi diez años que a esa lista literaria casi intangible se sumó Josefa Sánchez Monpeán, conocida por muchos como ‘La Nena de la Torre’. Incluso LA VERDAD llegó a distribuirlo en 2016 junto al diario. El otro día me lo contó a pie de anaquel otro murciano excepcional, el librero Diego Marín, uno de los pocos empeñados en rescatar y poner en valor a autores de esta tierra. Y tenía más razón que un santo, que algo de monje encargado de un remoto scriptorium sí que tiene.
Hace una década, la nieta de Josefa, Alejandra Sánchez, tuvo el buen gusto y el acierto de compilar unas recetas que se hubieran perdido para siempre, al menos para el común de los vecinos. Lo hizo en 2015, cuando Josefa contaba ya 89 años, muchos pero no suficientes para perder esa sonrisa despreocupada y sincera que adornan a las inolvidables abuelas de todos los tiempos.
La obra, se lo asegura quien mucho disfruta en los fogones, no tiene desperdicio. Vamos, que uno abre el libro y ya cree percibir el aroma a esos arroces murcianos que, con permiso de la afamada paella valenciana, resultan mucho más… digamos variados. Pongo por caso el de conejo, que no hay animal menos sabroso antes de cocinarlo. O el de costillejas y el de verduras, auténticos monumentos a la huerta murciana.
– ¿Pero lleva o lleva bacalao el de verduras?
– ¿Es que usted no es murciano?
Bacalao, ajos tiernos y alcachofas, con su pimiento verde y su coliflor, que en Murcia siempre se llamó y aún se llama pava, ojalá que por muchos años. ¿Pava? Sí. Basta observar los caballones de la huerta donde ya crecen a punto de recolectarse para comprobar que la estampa recuerda un montón de pavas sentadas como si estuvieran empollando huevos.
¿Y la receta de mondongo? ¿O los arroces y habichuelas? Ya no les hablo, porque la baba se me cae e igual revienta el teclado, cómo ‘La Nena’ dibujaba, que dibujar es con el menaje toda buena gastronomía, el zarangollo, con su calabacín, su cebolla, sus huevos, su aceite y su sal. Punto. De postre, lo obligado: paparajotes en todo tiempo y, llegada la Pascua, cordiales.
Mención aparte merece la receta de las pelotas, pues las mías (como es bastante conocido) saben a gloria. Porque conservo la receta de mi madre, de mi abuela y de no sé cuántas generaciones de grandes murcianas. Ni una coma corregiría de esa fórmula magistral que tanto bien hace el día de Año Nuevo. O en Sangonera la Verde, en pleno agosto, día segundo, por festejar a su Patrona. Si acaso, apuntaría que el picadillo de las albóndigas, mejor que comprarlo hecho, hay que hacerlo en casa. A cuchillo. Uno pierde veinte minutos; pero el sabor y el gusto resultan sublimes. «Porque si se trituran a máquina luego saben a electricidad», contaban las abuelas. Ríase usted del realismo mágico de García Márquez o Cunqueiro.
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