¿Cómo es posible que una vaquilla haya podido acabar con un torero tan experimentado y curtido en mil batallas -la primera vez que se puso delante de un becerro contaba tan sólo 5 años de edad y su carrera profesional se había extendido a lo largo de más de 30 años-, que alguien tan experto y ducho en la materia resulte lesionado de manera fatal toreando en el campo? Pues así fue. El destino es inescrutable y nunca sabemos qué nos va a deparar. Para Antonio Mejías Jiménez le tenía reservada una muerte lejos de una plaza de primera, en un festejo de postín y rodeado de publico admirado y admirador.

Paco Delgado

Tenido como uno de los profesionales más serios y preparados de su tiempo -y que le valió ser protagonista de varios momentos clave de la historia de la tauromaquia-, defensor a ultranza de la integridad del toro -lo que le procuró no pocos disgustos, disputas y enfrentamiento con colegas y taurinos de distinto pelaje- a lo largo de su larga y brillante carrera mató toros de todo tipo y condición, herido de gravedad en varias ocasiones, tuvo que ser una vaca en el campo, justo un año después de su retirada definitiva de los ruedos, quien acabase con su vida. Tenía 53 años de edad y logrado todo en su profesión, siendo considerado como paradigma de la elegancia en el toreo y del poder sobre sus oponentes. Su objetivo e ilusión en aquel momento era que su sobrino Miguel aprendiese a torear como él consideraba que se debía hacer y, quien sabe, continuase manteniendo el nombre de la dinastía Bienvenida en los carteles.

Mis recuerdos de este torero se remontan a la primera mitad de los años sesenta del pasado siglo, y, a pesar de que era diametralmente opuesto -por físico, hechuras, maneras, talante, comportamiento…- a quien por entonces era mi ídolo, Manuel Benítez “El Cordobés”, me llamaba la atención que mi abuelo hablase tanto y tan bien de aquel diestro más bien rechoncho y con aspecto de señor mayor. Así que al anunciarse la retransmisión por televisión de una corrida en la que iba a torear en Las Ventas mano a mano con Curro Romero -por baja de última hora de Antonio Ordóñez- no pude resistir la tentación de presenciar aquel acontecimiento y  ver torear por primera vez a Bienvenida. Estábamos en el San Isidro de 1966 y yo tenía 7 años.

Pero las cosas, bien lo sabemos, no siempre salen como uno quiere. Por entonces existía una cosa que se llamaba “permanencias”, que era alargar una hora la estancia en clase, para mejorar nota, corregir deficiencias o, principalmente, quitarse al nene una hora más de estar dando la lata en casa. Yo iba a permanencias. Y esa hora me impedía ver la mitad de la corrida. Así que me inventé una historia para que el maestro, don Francisco, me liberase aquella tarde de estar otra hora más en la escuela y le conté que tenía que acompañar a mi padre a hacer unos recados. No hubo problema y me dio permiso para perderme aquel día la permanencia. Entusiasmando estaba con mi abuelo viendo cómo hacían el paseíllo las cuadrillas cuando aparecieron en casa mi señor padre y el maestro. Ambos con una cara que daba miedo. Mi padre no abrió la boca pero de una oreja me llevó a la habitación donde se suponía que estudiaba y que era más una leonera que un cuarto de estudio. Y me ordenó que no me moviese de allí hasta que él me lo dijera. Que fue a las dos horas, cuando acabó la corrida. Bronca y sermón: que cómo se me había ocurrido contarle aquella trola a don Francisco, que qué vergüenza, que así acabaría mal, que nunca más se me ocurriese hacer algo parecido y que si había entendido lo que me acababa de decir. Yo, con la cabeza gacha, compungido y cariacontecido le dije que sí, para a continuación preguntarle que cómo había acabado la corrida… todavía me acuerdo del capón que me dio. Y de Antonio Bienvenida.