Hace cien años, el 18 de julio de 1925, se publicó en Alemania, en la editorial de los herederos de Franz Eher, Mi lucha, el libro que Adolf Hitler escribió y dictó en la cárcel de Landsberg mientras purgaba allí su pena por el golpe de Estado fallido en Múnich en noviembre de 1923. Era el primer tomo de dos (el segundo apareció en diciembre de 1926) y tenía todas las características editoriales de la época: la letra gótica, la foto del autor, su firma maniática.
Hasta entonces, Hitler no era sino un mediocre agitador político en Baviera, un feroz promotor del odio y el resentimiento para explicar la derrota del ejército alemán en la Gran Guerra y para culpar a los judíos y a los comunistas de todos los males del país, ese imperio que había dejado de serlo a causa de la indolencia y la debilidad de sus súbditos y ciudadanos que se negaban a asumir el destino heroico de su raza, la raza aria y germánica.
Ese fue el caldo de cultivo del nazismo: los viejos delirios raciales de una parte muy importante del pueblo alemán y sus ideólogos en la academia, la prensa, la política y el poder; la frustración y el desconsuelo de ese mismo pueblo ante las condiciones humillantes de los acuerdos internacionales que signaron la rendición de Alemania en la guerra; y claro, la pobreza, la devaluación, los estragos de la pandemia de la gripa H1N1, en fin: el fin del mundo.
Fue ahí, en ese estado de postración y desespero, en esa catástrofe, donde arraigaron las formas más violentas de la demagogia y el totalitarismo: el bolchevismo en Rusia, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania. El discurso de los charlatanes, como dijo Grete de Francesco, parecía ser la salvación cuando en realidad era el camino hacia el abismo, por el cual se fueron sin remedio los pueblos de Europa hasta 1945.
Mi lucha es eso: una especie de evangelio macabro de Hitler, su autobiografía inventada e idealizada, la síntesis de sus aberraciones y obsesiones.
En 1923 Hitler había tratado de replicar el golpe de Estado de Mussolini en Italia un año antes, la ‘marcha sobre Roma’. Pero fracasó y acabó en la cárcel, que fue lo mejor que le podía pasar: su juicio se transmitió por radio a toda Alemania y ese orate locuaz y diabólico se volvió una figura nacional, el héroe de todo un país que no lo decía de dientes para afuera pero que en el fondo estaba de acuerdo con sus disparates e infamias, las compartía.
Mi lucha es eso: una especie de evangelio macabro de Hitler, su autobiografía inventada e idealizada, la síntesis de sus aberraciones y obsesiones. Al principio no ocurrió casi nada con el libro, leído apenas por los áulicos enajenados del ‘nacionalsocialismo’. Pero mientras todo se iba degradando en Alemania, cada vez más gente llegaba a sus páginas como si fueran un imán y un espejo: el reflejo de sus peores demonios.
Con un rasgo característico, definitorio, del caudillismo mesiánico y el espíritu de secta y de partido, y es que allí se establece una nueva versión de la realidad, su adulteración sistemática y consciente para hacerla coincidir con los prejuicios y las doctrinas de un movimiento que se vuelve muy pronto una iglesia, un acto de fe. Todo lo que decía Hitler en Mi lucha era estúpido, absurdo o falso, pero sus seguidores creían que esa era la única verdad que valía.
Por eso el cinismo es una de las premisas básicas, y una de sus peores consecuencias también, del caudillismo, porque el caudillo siente y sabe que su único auditorio son sus seguidores, cuanto más embrutecidos y enceguecidos, mejor. Solo a ellos se debe y nada más le importa, de ahí que pueda prescindir, sin el menor pudor, de la verdad: mientras su cauda lo acompañe, su único compromiso político y moral es con ella, con nadie más.
Leído un siglo después, Mi lucha parece un novelón inverosímil. Se nos olvida que sus páginas fueron el combustible de una hoguera brutal.