Kearny Street es una empinada calle del barrio de North Beach, en San Francisco. A finales de los años 60, Richard Brautigan, el autor de la instantáneamente famosa —en aquel entonces— ‘La pesca de la trucha en América’ (Blackie Books), vivía en un apartamento situado en el número 1425, a medio camino entre Washington Square —la aún hoy idílica plaza ajardinada protagonista del primer capítulo de la novela en cuestión, en cuya portada aún se reúne la gente a comer sándwiches— y la imponente Torre Coit. Déjenme decirles que la Torre Coit, situada en la cima de Telegraph Hill, se construyó en el año 1933 con el dinero de una ilustre y excéntrica vecina del barrio a la que le gustaba apagar incendios, una rica heredera llamada Lillie Hitchcock Coit.

Cuando Lillie Hitchcock Coit apagaba incendios no existía aún el cuerpo de bomberos en la ciudad. No lo hubo hasta 1866. Puesto que las casas eran de madera, los incendios eran habituales, y había compañías de voluntarios sofocándolos. Lillie Coit formaba parte de ellas. Jamás fue una más en la alta sociedad. Fumaba puros y vestía pantalones antes de que estuviera socialmente aceptado que las mujeres lo hicieran. Además, le gustaba jugar, y se travestía —haciéndose pasar por hombre— para ser aceptada en las partidas en las que se apostaba. Se decía de ella que se había afeitado la cabeza para que sus pelucas encajaran mejor. Oh, sí, Lillie Hitchcock Coit podría haber sido un personaje del siempre ingenioso y tierno Richard Brautigan.

Junto a la Torre Coit hay una estatua de Cristobal Colón en la que Cristobal Colón parece Superman. Tiene incluso una capa. Nada que ver con el aspecto de mosquetero de Benjamin Franklin en la estatua a cuyos pies posan Brautigan y su mujer en la portada de La pesca de la trucha en América, en la mencionada plaza de Washington Square. A Brautigan le gustaba posar para las portadas de sus libros. En ‘The Abortion: An Historical Romance’, su novela de 1971, la novela que inventó otra realidad a la propia realidad —sigan leyendo, es divertido—, lo hace bajo las columnas de un lugar llamado Presidio Branch Public Library, es decir, la biblioteca pública del barrio de Presidio, en San Francisco, que sigue donde la dejó, en el 3150 de Sacramento Street.

En dicha novela —en la que hay un romance, sí, y un viaje a Tijuana, y también situaciones encantadoramente absurdas— el protagonista vive en esa biblioteca, entregado a la recogida de manuscritos de novelas —libros de instrucciones, diarios, cualquier cosa que se haya escrito— que no han sido publicadas, y las cataloga, y las conserva, y las presta, de manera que las memorias de un niño de siete años comparten estantería con los 12 volúmenes de las pesquisas de un detective privado aparentemente ficticio, y así. El protagonista no descansa nunca. Está siempre allí, dispuesto a recibir lo que sea que se le haga llegar. En la novela se citan algunos de los títulos. También se habla mucho de Vida, su novia, con la que viaja a Tijuana.

Lo fascinante de la historia es que construyó un lugar inexistente. O, como les decía, cubrió la realidad con otra realidad. Porque hubo un tiempo en el que la información no corría como hoy. Hubo un tiempo en el que todo era oscuridad. Y si leías un libro como The Abortion en el que se hablaba de una biblioteca así, y se daba una dirección concreta —que era la dirección real de una biblioteca—, no perdías nada escribiendo una carta a esa biblioteca, dirigida «al bibliotecario», o directamente, a «La Biblioteca», interesándote por ella, preguntando si la historia que habías leído era cierta y si por casualidad no podrías, tú, enviar tu manuscrito, que era un buen manuscrito pero no había tenido suerte, y merecía, creías, estar disponible para los lectores.

La bibliotecaria real de la Presidio Branch Public Library, (Mrs.) Kay Roberts [sic], haciendo gala de un humor exquisito —muy en la línea del propio Brautigan— respondió, con su máquina de escribir, cada una de las misivas recibidas, asegurándoles que, lamentablemente, aquello era una biblioteca «corriente», en la que aún no aceptaban manuscritos de libros no publicados, pero en la que catalogarían «encantados» aquella carta y la incluirían en una colección especial que siguió creciendo hasta finales de los años 80, y que hoy puede consultarse —y hay sorpresas alucinantes: como la pareja que se conoció a través de las cartas a Kay Roberts y la acabó invitando a su boda— en la Biblioteca Pública de San Francisco, como un monumento al poder de la ficción.

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