Se lee menos, muchos menos; los niveles de concentración frente a un libro han caído a mínimos históricos y los textos —en especial la no ficción— se comprende a duras penas —¿para qué hablar de la poesía?—. ¿Qué ha cambiado de un tiempo a esta parte? ¿Qué ha hecho que los niveles de lectura, concentración y comprensión estén por los suelos? La respuesta la conocemos todos: El gadget que tenemos junto a nosotros, esa amenaza que se ha incrustado como un apéndice de nuestros dedos, en medio de todas las cosas: encima de la mesa frente a la que ahora nos sentamos, oculto en el bolsillo de la chaqueta o el pantalón, sonando, vibrando, robándonos la atención y la vida a cada segundo. Ese gadget, nuestro teléfono y sofisticado teléfono móvil, se ha vuelto ahora más peligroso porque contiene dentro de él una supuesta inteligencia artificial aún en pañales que en unos años lo revolucionará todo y cuyo horizonte de incertidumbre no llegamos ni por asomo a vislumbrar.

En las Conversaciones de Formentor, por centrar el asunto, estos días se ha debatido sobre el papel que la inteligencia artificial tiene y tendrá en el mundo de la edición. Los ponentes salieron del debate convencidos de que la polémica no ha hecho más que empezar. En Aranjuez se puso sobre la mesa las ventajas económicas y funcionales que la IA puede traer al mundo de la edición: igual en unos años no necesitaremos escritores porque la máquina, en apenas unos minutos, nos escribirá una novela capaz de mezclar géneros tan dispares como el noir, el realismo mágico y la comedia sexual; realizará el diseño y la ilustración de portada; traducirá el texto con gusto para el lector extranjero; se ocupará de cumplir con todas las tareas administrativas —cada vez menos— de su dueño y promocionará con extraordinaria penetración el nuevo producto en unas redes sociales que conoce a las mil maravillas. La cara b de esa perspectiva es que el hombre y la mujer ya no seremos necesarios.

La periodista Berna González Harbour, que ha ejercido este año de relatora en las Conversaciones de Formentor, mandó este lunes por la mañana a los participantes del encuentro un decálogo con algunas recetas hechas de esperanza. Son estas: es irrenunciable el papel del editor, insustituible, irremplazable; es bueno jugar con la imprevisibilidad, con la fortuna de hallar el libro, el texto humano capaz de romper con la dictadura de los algoritmos; no podemos renunciar a las redes, está claro, pero nada sustituirá a la fiesta de esperar horas a que nos firme el libro amado su propio autor; niños y jóvenes han de ser la obsesión de todo editor: de ellos es el reino de los cielos y las letras; no todo vale: hay libros que despiertan dolor y otros alegrías. Quedémonos con los primeros y dejemos de herir sensibilidades; qué tal una nueva etiqueta tipo: Edición humana en todo el proceso; siempre existirá una élite que reclame la artesanía del libro: ese nicho está garantizado; los nuevos formatos como el audiolibro siguen creciendo; recuperemos el orgullo de ser europeos, de creer en la excepcionalidad cultural a diferencia de lo que están haciendo los norteamericanos: no a la cultura Netflix; y por último: que las riendas de la IA no dejen nunca de estar en manos de las personas.

Este año Formentor tenía un título lleno de sugerencias: «Tenores, sopranos y barítonos. Dramaturgia teatral, imaginación literaria y polifonía musical». Resuenan en la memoria de las mesas celebradas en el hotel Occidental de Aranjuez las palabras del compositor José María Sánchez-Verdú, la elegancia homérica del catedrático Antonio Valdecantos, la pasión literaria de Irene Reyes Noguerol, la causticidad del crítico de arquitectura Llàtzer Moix y la sabiduría ilimitada de la historia del arte Estrella de Diego. Basilio Baltasar, director de la Fundación Formentor y maestro de ceremonias de las Conversaciones, cerró las sesiones evocando las venganzas de Medea y mostrando a los asistentes cómo ha de ser una ponencia canónica cuando un invitado se sube al escenario de la gran cita literaria en lengua española.