Con Los nuevos, Pedro Mairal vuelve a la narrativa después del fenómeno de La uruguaya, la novela que lo convirtió en best seller y que llegó al cine en 2023. Ahora, radicado en Montevideo desde hace cinco años, se sumerge en un relato coral que despliega tres voces juveniles -Thiago, Bruno y Pilar- para narrar la turbulencia de la adolescencia, con su potencia y su fragilidad. Su nueva novela presenta un retrato generacional en el que conviven el duelo y el amor, la salud mental, el despertar de la sexualidad, la bisexualidad, la amistad, la desigualdad social y el fin de la infancia. El autor elige esta vez una estructura polifónica que rehúye las certezas para abrazar el desconcierto.

La primera de las tres partes en que se divide su nueva obra se centra en Thiago, quien a los diecinueve años que atraviesa un duelo feroz tras la muerte de su madre: su voz, en primera persona, transmite el dolor y la confusión de un pibe que intenta adaptarse y sobrellevar un nuevo orden familiar. Veranea en La Lobería junto a su padre -a quien llama irónicamente “Fornicator”-, su nueva pareja -“Side Boop”, porque se le ven los pechos por el borde lateral de las remeras- y su hermano menor, Vini, al que bautiza como “hermanoide”. “La verdad es que yo estaba trastornado ese verano”, admite el personaje, en un pasaje que condensa la intensidad de su relato.

El escenario no es menor: a La Lobería, ese caserío que remeda un poco el espíritu del legendario Cabo Polonio en el que pasa el verano, Thiago lo define como “un club informal de familias con plata que juegan a ser pobres por un mes, sin electricidad ni agua corriente ni cloacas”. Y es allí donde convergen la hostilidad de los vínculos familiares, las tensiones de clase y el despertar del deseo, que llevan al personaje a sentirse atraído tanto por algunas chicas como por su amigo Gonzalo.

Thiago, que se siente un “imán de la locura colectiva” y va a terminar en un momento internado en una institución psiquiátrica, no oculta su fascinación por Aguirre, un hombre de campo que le enseña a montar a caballo y del que valora “saber callar”. Su mundo interior, en cambio, es un torbellino: “Le rezaba al dios de la destrucción para que acabara con todo”, confiesa Thiago en un momento, y se defiende con fiereza de las acusaciones por una situación que lo llevó a ser internado (“Si quieren que me llamen psiquiátrico, pero no les voy a permitir que digan que yo quise lastimar a Vini”).

La figura materna es a la vez presencia y ausencia: “Papá se fue cuando yo tenía diez años, y mamá se cansó, no daba más y se murió. Ahora la gente dice que es ‘la aparecida’”, recuerda el adolescente, y esa evocación está atravesada por la túnica naranja que su madre usaba en las vacaciones, una imagen que lo persigue en episodios confusionales que ponen de relieve el modo en que el duelo se mezcla con los límites de la salud mental. Él a veces también se viste con esa túnica naranja, para sentir a su madre más cerca.

La segunda parte del libro desplaza el foco hacia Bruno, que narra su historia desde la distancia de la tercera persona: el chico estudia economía en una universidad de Wisconsin, donde por primera vez se enfrenta a voces distintas, a un mundo que no conoce y que lo sacude hasta los huesos. Lejos de la burbuja en la que creció, Bruno empieza a elegir su vida, aunque todavía no sepa cómo ni hacia dónde: el amor, la independencia, la exposición a nuevas formas de pensar y sentir lo confrontan con una pregunta crucial: ¿qué significa crecer cuando uno debe romper con los mandatos familiares?

La tercera voz es la de Pilar, menuda y a la vez poderosa. Criada bajo el ala de una abuela que la empoderó enseñándole a manejar y alentándola a escuchar su propio deseo, la adolescente encarna la irrupción vital y el contraste social. Y su refugio tampoco está en su familia sino en la casa de la empleada doméstica de su abuela, un gesto que introduce con fuerza el tema de las desigualdades persistentes en la Argentina. En su relato conviven la libertad y el desamparo, el deseo de afirmarse en un mundo desigual y la fragilidad de las relaciones familiares: Pilar es, en muchos sentidos, la que completa el triángulo y revela cómo la juventud también es un campo de batalla marcado por las diferencias de clase.

UNA POLIFONÍA JUVENIL

Juntos, Thiago, Bruno y Pilar forman esa suerte de “familia paralela” a la que un playero bautiza como “los nuevos” porque no logra recordar sus nombres. Esa denominación casual se convierte en el corazón de la novela: una comunidad de jóvenes que buscan un lugar en un mundo incierto, sin certezas y con la única brújula de sus propios deseos y afectos.

Mairal explica que “en esta novela todo avanza en función de las emociones y los cuerpos”, y que fue la primera vez que escribió “desde los personajes antes que desde la trama”. “Lo que surgieron en esta novela fueron voces: primero la de Thiago, que está en carne viva porque está procesando que murió la madre cuando lo mandan a una suerte de felices vacaciones en familia. Y esa voz dolida trajo las voces de sus dos amigos, Bruno y Pilar. Bruno, que pasa ese mismo enero en la nieve, muy lejos, en el norte de Estados Unidos, y ella, que entra de una patada a la novela. Por primera vez trabajé desde los personajes, sus personalidades y su emocionalidad, desde la vulnerabilidad de cada uno”.

La música, a su vez, atraviesa la novela de principio a fin: Thiago conmueve a su padre con una canción de Chico Buarque que le gustaba a su madre muerta, un gesto que opera como puñalada emocional. El padre de Bruno, en cambio, lo conecta con su mundo a través de playlists que subrayan detalles musicales, como la cadencia de Keith Jarrett. Mairal cuenta que “los personajes usan la música para mandarse mensajes cifrados, para decir lo que no se animan a decir”. Además, el propio autor compuso tres canciones originales para la novela y grabó, junto a Miranda Díaz y Nacho Algorta, un falso ensayo de la banda de los protagonistas. El libro incluye un código QR que permite escuchar esas piezas, en una experiencia sonora que amplifica el universo narrativo.

Aunque parte de recuerdos propios de la juventud en los años 90, Mairal asegura que las vulnerabilidades que retrata siguen vigentes: el descubrimiento de la sexualidad, la tensión entre protección e independencia, el desamparo ante la pérdida, la amistad como sostén, son temas universales que encuentran en Los nuevos un cauce contemporáneo. El cruce de registros -prosa, música, imágenes- confirma una búsqueda que distingue a Mairal en la literatura argentina actual. Su trayectoria previa, que abarca novelas, cuentos, poesía y crónicas, ya había mostrado esa versatilidad, pero aquí se concentra en la polifonía de voces juveniles como materia viva para interrogar lo íntimo y lo social.

Más allá de lo personal, Los nuevos deja entrever un retrato social. Las diferencias de clase atraviesan los recorridos de los protagonistas, que se mueven entre la vida acomodada y la marginalidad. La Argentina aparece como telón de fondo inevitable, un país donde crecer implica también lidiar con desigualdades estructurales. “Hay una clase media alta que intenta crear un edén que está un poco en decadencia y esos chicos a la vez están muy abandonados, maltratados, porque aunque los padres tengan las mejores intenciones, lo que hacen muchas veces resulta terrible. No sirven esos paraísos artificiales que crean para sus hijos”. En la novela, “los chicos se escapan de esa asfixia sexual: Thiago la encuentra en el personaje de Aguirre; Bruno se pone a limpiar baños, trabaja por primera vez, en algo muy diferente de lo que soñaba su madre, que lo quería administrador de empresas”. Nacen en un círculo elitista, pero se desplazan. “Y el personaje de Pilar también muestra una Argentina terrible, de una gran desigualdad, de una gran injusticia: va a la casa de la empleada de su abuela, en José C. Paz, porque quiere hacer un documental sobre ella y descubre de repente que hay universos que no se tocan, salvo por una situación laboral. Y al quedar desamparada, la única que la cuida es Rosa, la empleada de su abuela. Hay una Argentina de situaciones mucho más duras de la que ve la gente de su clase, y hay personajes en esta novela que atraviesan esos universos para contar que pertenecen a un mismo país”, señala Mairal.

EL RECORRIDO

Después del impacto de La uruguaya, Mairal reconoce que “no traslado aprendizajes sino pura ansiedad, después de un proceso editorial y mediático como el que pasó: ansiedad propia y también la expectativa ajena, esa sensación de tener que estar a ‘la altura de’”.

Pasaron nueve años, dice, “y no escribí otra novela hasta que sentí el deseo fortísimo de hacerlo”. El paso del tiempo y el hecho de que se haya hecho una película lo ayudaron a despegarse: “Creo que ahí me despegué recién del personaje, Lucas Pereyra”.

La adolescencia, una de las constantes de su obra, vuelve a ser aquí territorio fértil: “La adolescencia es un momento de transición y eso es muy bueno desde el punto de vista narrativo, porque está cargado de posibilidades, y las vidas de esos pibes pueden disparar para cualquier lado, entre otras cosas porque no tienen prejuicios”, piensa. “Hay algo de orfandad, de desamparo, de intemperie, al salir de las casas por primera vez. Y ahí, necesariamente, hay historia porque sus destinos están en juego: es el deseo el que los impulsa pero también la necesidad de obedecer o cuestionar mandatos familiares. La adolescencia es el momento en el que todo puede pasar.”

En cuanto al cruce de géneros, Mairal destaca: “Pude incluir todos los demás géneros y me gusta balancear: momentos más teatrales de diálogos, otros de micro ensayos, en los que algún personaje piensa algo, otros de crónica de viaje, cuando los personajes se desplazan de un sitio a otro, e incluso algunos más líricos en los que se detiene la cámara en torno a un género. La estructura del cuento también está presente: que haya algo de intriga y remate o desenlace. Este libro hasta podría pensarse como la unión de tres novelas cortas. Esa combinación me gusta y me entretiene, en la medida que la historia lo tolera. La narrativa requiere de muchos tiempos y estados de ánimo, y el lector también los tiene, y entonces esa combinación de géneros también me parece que responde a eso”.

El duelo y la pérdida, presentes desde el comienzo en la historia de Thiago, implicaron desafíos narrativos: “A veces caigo en el dramatismo excesivo y otras uso la elipsis”, confiesa Mairal. “Hay una escena muy dramática sobre la muerte de la mamá de Thiago, y hay algo que no se muestra, queda fuera de escena, y queda en la cabeza del lector. Y el humor, que para mí es una manera en la que se resuelve una tensión, un dolor muy fuerte: un chiste hace que se descargue y se vuelva tragicómico el dolor, el enojo, o que se conviertan en preguntas. Prefiero que la emoción suceda en la cabeza del lector”.

En otro de los núcleos del libro, el viaje de Bruno funciona como metáfora del desprendimiento: “A Bruno los padres lo mandan a estudiar economía al norte de Estados Unidos, casi límite con Canadá”, cuenta. “Está en un invierno helado con la nieve hasta el cuello y ese es un deseo de los padres, que estudie economía o administración de empresas, aunque él quiere ser músico. Y hay una escena muy explícita y simbólica, en la que él está en ese blanco helado, literalmente parado sobre el hielo, mientras sucede el festejo de la final del Mundial de Qatar, y todos en Argentina están saltando y festejando. Fui un poco cruel con Bruno porque si él saltaba el hielo se rajaba e iba a tragárselo, pero lo hermoso es empujar al personaje hacia su propia emancipación, a que se libere de las grandes expectativas maternas, a partir de ese episodio que sufre”.

Sobre Pilar, la tercera voz del tríptico, define: “Es chiquitita, petisa y fuertísima, me encariñé mucho con ella: tiene algo muy fuerte, integrador. Me pidió mucho trabajo porque le estaba pidiendo al personaje que cerrara las líneas argumentales de sus dos amigos, antes que contar su historia”.

Mairal reflexiona también sobre la amistad, que ocupa un lugar central en la trama. “Los amigos están en ese momento de la vida en el que, después de haber estado muy juntos, se dispersan, y hay una soledad muy fuerte ahí pero también una permanencia de la amistad, y de haber incorporado miradas del amigo”, explica. “Están entonces separados pero juntos emocionalmente, y creo que hay un momento de la vida en el que uno sale de su familia biológica y empieza a formar lo que Luis Chaves llama ‘la familia molecular’, una familia elegida hecha con amigos y vínculos. Los adultos funcionan entonces como enemigos, que traban, que no aceptan. La amistad es esa familia que se arma después de la familia biológica”.

En cuanto a la ambigüedad sexual y la bisexualidad que atraviesan la novela, el escritor subraya: “Creo que la libertad del descubrimiento sexual los libera de la cuestión binaria, de si son hetero u homo o bi. Eso me interesaba en el personaje de Thiago: vive su deseo, y me interesaba mostrar esa libertad. Yo eso lo vengo viendo en la poesía desde los 90, en poemas de Gabriela Bejerman o Mariano Blatt. Hace rato que en la literatura argentina, o en la poesía, está esa libertad expresiva de mostrar ese deseo que puede ser bisexual o gay. Y a mí me interesó que Thiago y Pilar tuvieran esa libertad sexual, aunque en los tres hay mucho pudor, mucha vulnerabilidad. Y es que cuento desde la fragilidad de los cuerpos».