Katriona O’Sullivan es una académica, doctora en Psicología, investigadora en la Universidad de Maynooth y una destacada líder en inclusión educativa en Europa. Fue una niña que creció en un entorno marcado por la pobreza, la adicción de sus padres y el abandono, experiencias que relata con gran sinceridad en su libro Pobre (Planeta, 2025).
Más que un relato de milagro, su obra ofrece un testimonio honesto y potente sobre el impacto real de crecer sin oportunidades, trazando un recorrido de supervivencia, aprendizaje y autodescubrimiento.
A la vez, cuestiona profundamente un sistema educativo y social que perpetúa la desigualdad. Desde esta experiencia personal y profesional, Katriona invita a reflexionar sobre las barreras que enfrentan quienes viven en contextos empobrecidos y la necesidad urgente de transformar esas estructuras.
¿Sientes que escribir este libro fue más un acto de justicia personal o una forma de dar voz a quienes no pudieron contar su historia?
Ambas cosas. Quería escribir un documento social que mostrase cómo es crecer en la pobreza, el daño que causa y cómo limita nuestras oportunidades. Pero también era una llamada a la acción: que la gente entienda cómo ayudar a quienes, como yo, intentan escapar de ese destino. Porque la pobreza es un destino, y se reproduce igual que los privilegios.
¿Cómo se reconstruye una identidad cuando todo lo que te rodea —infancia, familia, entorno, instituciones— te ha dicho que no vales nada?
Eso termina convirtiéndose en tu identidad y tu destino. Aún hay dos versiones de mí: una que cree que soy fantástica y talentosa, y otra que repite, como un eco, que no soy suficiente, que huelo mal, que no me esforcé bastante. Esa parte oscura antes era muy poderosa.
Hoy sé que no había nada malo en mí. Antes creía que el problema era mío. Pero una actúa según cómo se valora a sí misma, y eso ha cambiado: ahora pesa más la parte que se siente valiosa. Y eso es un regalo.
La autora, retratada con su nuevo libro.
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Utilizas la palabra ‘supervivencia’, pero parece que ahora la usas para hablar de sanar lo que quedó.
Sí. Cuando digo que escapé de mi destino, fue gracias a la sanación. Mi madre, mi abuela, todas crecieron en la pobreza. Es algo intergeneracional.
Muchos ven mi educación o mis logros como mi salvación, pero lo más importante ha sido sanar. La salud mental es eso: reparar la fractura interior, recuperar la autoestima y la confianza. Eso me salvó de verdad.
¿Cómo se escribe sobre una infancia sin cuidados, sin distancia, pero también sin rencor ni idealización?
Si lo hubiera escrito hace 10 o 15 años, habría sido un libro lleno de ira. Por eso, la sanación, la terapia y la educación han sido claves para poder ver las cosas de otro modo. Hoy entiendo que mis padres no tuvieron otra elección.
Eso no justifica lo que hicieron, pero me permite convivir con esa parte herida y también con la parte que reflexiona y perdona. Fui estratégica al escribir: soy académica y sabía que el lector debía conectar con mi historia y sentir empatía también por ellos.
Es difícil escribir sobre heridas familiares. Un día sientes rabia, al siguiente, amor. Así es la vida. Y creo que la clave para la serenidad es el perdón.
¿A qué te aferraste para salir adelante?
A los libros. De niña, leer me dio esperanza y me permitió soñar. Las historias de niñas rescatadas me ayudaban a soportar la oscuridad. Y también hubo adultos —como mi profesora— que me hicieron sentir valiosa cuando más lo necesitaba.
¿Crees que la conversación sobre salud mental sigue dejando fuera a quienes viven en la pobreza?
Sí y no. Hay investigaciones, como artículos en The Lancet, que explican muy bien el vínculo entre pobreza y trastornos mentales. Pero también hay una tendencia a ignorar la pobreza, como si fuera imposible de resolver.
La pobreza tiene un impacto enorme en la salud mental. Incluso un poco de pobreza genera costes altísimos en sanidad. Así que sí, deberíamos hablar mucho más de ello. Pero todo depende de lo que leas y desde dónde mires. Yo leo mucho sobre esto, pero no todo el mundo es consciente de la conexión tan clara que existe.
Denuncias que la adicción aún se ve como un fallo moral. ¿Qué impacto tiene esa visión?
Es un mito cruel, sobre todo contra los pobres. La adicción no es una elección, es una respuesta al daño, al trauma. Y cuando culpamos a los adictos, aumentamos su vergüenza, cuando ya están atrapados en una enfermedad devastadora.
Solo en tres enfermedades culpamos al enfermo: adicción, depresión y obesidad. Les decimos que elijan mejor, que coman menos, que dejen las drogas… pero son problemas complejos.
Mi madre murió de vergüenza, no solo por la adicción, sino por la culpa. Y como hija, muchas veces sentí que mis padres elegían las drogas antes que a mí. Pero la verdad es que no podían elegir otra cosa. Si hubiéramos podido, lo habríamos hecho. Por eso tenemos que dejar de tratar la adicción como una cuestión moral.
Dices que la pobreza te enseñó a no soñar. ¿Qué se pierde cuando los sueños parecen ridículos?
Se pierde la esperanza. A los 15 años me quedé embarazada, sin casa ni educación. Fue la etapa más oscura. Hasta entonces, aún creía —como en los libros— que algo mágico podía pasar. Pero entonces todo desapareció.
Los sueños ya no eran míos, sino los que la pobreza me dejaba: “como mucho, serás camarera”. Nadie me dijo que podía ser profesora o viajar.
Y no es que haya nada malo en esos trabajos, pero nadie amplió mis horizontes. La pobreza limita tu imaginación. Por eso me importa tanto que quienes han dejado de soñar, vuelvan a hacerlo. No se trata de meritocracia, sino de recuperar la fe en que algo mejor es posible.
O’Sullivan, la experta en inclusión educativa, frente al objetivo.
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Has hablado de tu experiencia como madre adolescente. ¿Crees que aún hoy se juzga a las mujeres jóvenes que deciden ser madres?
Sí, absolutamente. Cuando me quedé embarazada, recuerdo leer un titular que decía que las jóvenes lo hacían para conseguir una vivienda social. Me habría encantado que fuera una estrategia, pero no lo era.
Sigue existiendo la idea de que si el padre no se queda, es culpa de la madre. Yo lo sentí así. Me culpo aún de que ese hombre no se quedase a criar a nuestro hijo.
Trabajo con una organización en Irlanda que apoya a madres jóvenes, y ese juicio social sigue ahí. Pero si empoderamos a una madre, podemos cambiar una familia entera. Las madres son clave para erradicar la pobreza. La vergüenza que sienten no debería ser suya, sino de la sociedad que las juzga.
Has contado cómo llegar a la universidad parecía inalcanzable para ti. También señalas la diferencia entre igualdad y equidad. ¿Qué transformaciones debería asumir el sistema educativo para no dejar atrás a quienes vienen de entornos empobrecidos?
Lo primero es enseñar desde pequeños que existen desigualdades. Yo quitaría la idea de meritocracia del aula. Nos dicen que si trabajas duro, tendrás éxito. Pero eso no es cierto.
Hay que hablar de pobreza, de cómo impacta desde la infancia. Y luego compensarlo: clases más pequeñas, buenos profesores, financiación, comprensión real de lo que significa vivir sin recursos. En 1999, cuando pedí ayuda en Irlanda, recibí vivienda, tutorías, educación gratuita… y la posibilidad de fracasar. Eso también importa.
A los pobres no se les permite fallar. Esa presión es brutal. Y luego está la sensación de ser intrusa, que te acompaña incluso cuando llegas.
¿Y esa sensación de no pertenecer? ¿Crees que alguna vez desaparece?
A veces aún la tengo. Trabajo en un entorno académico donde casi nadie ha vivido lo mismo que yo. Si en una reunión suelto un ‘joder’, la sala se queda en silencio. En esos momentos, siento que nunca perteneceré del todo.
Escucho cómo algunas personas hablan sobre la pobreza desde el privilegio, y me duele. No sé si llegaré a sentirme parte de ese mundo, pero ahora estoy bien con ser distinta.
Antes lo pasaba fatal, pensaba en dejarlo todo. Hoy, el éxito me ayuda a mantenerme. Aunque este puede disfrazar muchas cosas, también demuestra que tan inútil no debo de ser.
No es ‘síndrome del impostor’; es que las estructuras están hechas para otros. Por eso me gusta ser esa ‘impostora’ que dice ‘joder’ y sacude un poco la sala.
¿Crees que el dolor, cuando se comparte, puede convertirse en una herramienta de justicia?
Sí. No creo que haga falta sufrir para aprender, pero hay algo poderoso en nombrar el dolor. Por eso escribí este libro: he vivido la pobreza, la sanación, la educación, y quiero usarlo para generar conciencia.
Tampoco me gusta la idea de que tengamos que enseñar resiliencia como si fuera una obligación. No hace falta sufrir para merecer ayuda. Mi historia me da fuerza. Ser escuchada y que otros escuchen… eso también transforma.
Para terminar, si pudieras hablar con la niña que fuiste, ¿qué le dirías?
Le diría tres cosas. Primero: no es tu culpa. Segundo: sigue pidiendo ayuda. Y tercero —y esto siempre me emociona—: no puedes imaginar lo maravillosa que será tu vida. No te rindas.
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