Nunca osó definir su obra, acaso por tratarse de una misión imposible, y porque siempre defendió que cualquier explicación no contribuiría a comprensión alguna. «Lo que ayuda a entender una obra es el choque personal que produce en quien la contempla. Cada individuo demuestra una sensibilidad diferente». Pura honestidad la de Luis Sáez, el más grande pintor burgalés contemporáneo del que se está celebrando -cierto que no con el fasto debido- el centenario de su nacimiento. El Museo de Burgos, depositario de un legado de más de 600 obras del artista -que desde hace quince años permanecen almacenadas a la espera de poder exhibirse cuando sea una realidad, si lo es algún día, la ampliación de éste-, acoge desde el jueves una exposición que ensalza la figura y la trayectoria del genio nacido en Mazuelo de Muñó hace cien años, pero que se queda pequeña para la magnitud y trascendía de su excepcional obra.

Cubismo, abstracción, expresionismo, surrealismo, figuración… Luis Sáez lo pintó todo para convertirse en un artista extraordinario -y puede que todavía hoy, en numerosos aspectos, absolutamente adelantado a su tiempo- y, desde luego, inimitable, único y total. Sáez, que para echar una mano en la economía doméstica cuando su padre, dulzainero, se quedó sin trabajo en los años terribles de la Guerra Civil, fue botones en el Casino de Burgos y pintor de brocha gorda antes de convertirse en el creador de un universo riquísimo, lleno de matices, tan vanguardista y radical como fieramente humano. Aunque había pocos metros entre sí, no fue sencillo para Sáez pasar del solemne edificio en el que ganó sus primeras perras a otro no menos lustroso e histórico: el que acogía la Academia Provincial de Dibujo, también en el Paseo del Espolón. Fue allí donde empezó a soñar, a trazar las primeras pinceladas de sí mismo.

No pasó aquel chaval desapercibido a Marceliano Santa María, pope de la pintura burgalesa, quien en 1942 había comenzado a ofrecer unos cursos en Educación y Descanso: Luis Sáez obtuvo de la Diputación de Burgos una beca de 300 pesetas al mes para estudiar en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Allí, tentado por la bohemia y haciendo cursis retratos que vendía de saldo para ir sobreviviendo, subió un nuevo escalón. De la mano de profesores como Daniel Vázquez y Joaquín Valverde y, especialmente, de un viaje con sus compañeros a París al finalizar los estudios, entró en contacto de lleno con la pintura contemporánea, con la vanguardia en su máxima expresión: Cézanne, Picasso, Delanoy, Roger de la Fresnaye o Jaques Villon constituyeron para el joven artista una epifanía, la revelación necesaria que le llevaría a buscar un nuevo lenguaje pictórico.

Apasionado más del dibujo que de la pintura (creía que en el primero había más verdad), quien fue también grabador y habría de convertirse en un maestro del color, viajó cuanto pudo para empaparse de todo el arte que pudo. Y así fue dando forma a Luis Sáez; el boceto fue adquiriendo nuevas dimensiones, que iba ofreciendo de a poquito en cada exposición. Su obra evolucionaba, inexorablemente, pero siempre desde una radical singularidad que lo convertía en un artista diferente. Su única búsqueda, su aspiración máxima, siempre fue la plenitud. Su primera gran exposición, como recordaba el pasado jueves en este periódico su sobrino y también artista Carlos Sáez, llegó en 1957, en la Galería Biosca, epicentro de la modernidad madrileña. Para entonces ya era un artista cercano al Grupo El Paso, trascendental colectivo de artistas de vanguardia en el que figuraban Canogar, Saura, Millares, Chirino…

En el 60 expuso en Barcelona y un año más tarde llevó sus obras a Frankfurt, en Alemania. Fue el primer paso para una presencia internacional que, en adelante, sería habitual, colgando obras en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, paseando su talento por muchos países de Europa y Centroamérica. E incluso en Japón. En 1967 participó en una muestra de pintores españoles en la Feria Mundial de Nueva York, antes de presentarse con todos los galones en la Bienal de Venecia. Cautivó a la crítica y fue obteniendo reconocimientos tanto nacionales como internacionales a la vez que su pintura, en constante evolución, exploraba nuevas formas, nuevos territorios, nuevos lenguajes, del neofigurativismo a un colorista surrealismo que impactaba por sus formas hechizantes a la vez que ominosas.

«Pintó sus sueños y sus pesadillas dejándonos un maravilloso legado plástico cuyos pilares son la belleza, el misterio y el dolor», escribió su paisano Óscar Esquivias en cierta ocasión. Así, en esa obra de madurez, Sáez ofreció pinturas oníricas que sugerían mundos a priori inexplicables, pero cuyo idioma encriptado encerraba un mensaje, el de una realidad recreada que aunque surgida del sueño tenía la vitola de la realidad, y que trascendía (y trascendió) más allá de los gustos y las modas. Los miedos y los anhelos, las angustias y las pasiones, todo late en los cuadros en los que mejor se reconoce a Luis Sáez, creador siempre ambicioso, siempre en continua renovación, obsesivo y reconcentrado en alcanzar esa anhelada plenitud a través de la sugestión, del misterio, de una turbadora belleza, de una angustiosa y enigmática arquitectura.

Así fue como el artista de Mazuelo de Muñó exhibió toda su hondura de artista humanísimo, imbricado en el misterio de la existencia. Llegó a hablarse no de obra, sino de ‘poética’. Otro escritor también burgalés, Victoriano Crémer, anotó sobre su cénit como artista: «Advertimos que la catástrofe es hermosa; que la representación prescinde de tremendismos; que una asepsia luminosa potencia la crueldad, la libera de tenebrismos, la acentúa al trasladarla a una evidencia plenaria. Hay un gozne que articula cuanto pueda haber de antinómico entre crueldad y belleza». A la vez, fue uno de los artífices de que su ciudad, otrora pintada en grises, se ventilara y recibiera pinceladas coloridas convirtiendo la añorada Galería Mainel en un oasis de libertad y cultura. Allí se celebraban debates políticos (casi clandestinos), pero también se exponía arte. Y no cualquier arte. Por ese espacio pasaron algunos de los más grandes de la época: Tapiès, Millares, Carmen Laffón…

«Lo más interesante para mí es la honradez. Esta palabra puede parecer tonta, pues todo el que hace una obra, sea de pintura o de otro arte, cree que es honrado y lo es en cierta manera. Lo que yo quiero de la honradez del arte, a lo que me gustaría llegar, es a ese despojarse de todo maleficio esteticista y cántico de sirenas, exquisiteces y finuras de que estamos rodeados y a las que tan difícil es resistir. Realizar la obra humildemente, honradamente, torpemente quizás, pero honradamente. Ser lo suficientemente honrado para echarse a broma uno mismo», declaró en cierta ocasión, cuando ya era un artista que se codeaba con gente como su admirado Picasso, el citado Tàpies u Oteiza.

Luis Sáez no descompuso la realidad: distribuyó cuidadosamente sus elementos, a los que dio su función, creando un cosmos inimitable, explosivo, auténtico. Dudó siempre, lo que le llevó a sufrir un martirio que le dejó muchas veces en silencio y a la intemperie, pero del que jamás se quejó: sabía que debía pagar ese peaje si quería ser libre creando. Y lo fue. Vaya si lo fue. Eterno Luis Sáez. Eterno.

Un legado eterno que se está eternizando

Un año antes de morir (el óbito se produjo en 2010), Luis Sáez realizó una generosísima donación al Museo de Burgos con el compromiso de que, antes de que transcurriera una década, ese fondo pudiera ser disfrutado por sus paisanos. Tanto el Estado, titular del museo, como la Junta, que es la administración que lo gestiona, llevan ya quince años haciendo un papelón asaz lamentable: la ampliación de las dependencias museísticas -donde está reservado un espacio para exhibir la obra del artista de Mazuelo de Muñó- sigue siendo una quimera. Y han transcurrido ya quince años desde que el pintor entregara las obras que componen este fondo. Esto es, el plazo ha mucho que caducó. Mientras, en los almacenes del museo languidecen 60 óleos, 105 acuarelas y gouaches, 229 dibujos y 227 grabados. Casi nada.