Jonathan Lethem (Nueva York, 1964) creció en una comuna bohemia de Brooklyn en la que apenas había niños blancos. Sus amigos eran negros e hispanos. … Nada que le traumatizara porque en su casa había que saltarse las convenciones y la tradición. Su madre era activista política y su padre, un pintor de vanguardia. «La libertad marcó mi educación y, por supuesto, el humor, imprescindible para sobrevivir en los márgenes de la sociedad. La ironía es una buena herramienta para transitar por la vida, sobre todo en una sociedad conflictiva y desorientada», admite con gesto serio el autor de ‘Brooklyn, una novela criminal’ (ed. Random House), mientras se arremanga las mangas, sentado en una salita del hotel Radisson.

Lleva cuatro días en Bilbao y es uno de los invitados ilustres de la 16° edición del Festival Ja! que gira temáticamente en torno a la Gran Manzana. Se le ve ilusionado porque en unas horas participará con su hermana, la traductora Mara Faye Lethem, en un encuentro abierto al público para charlar sobre su relación literaria y familiar. «Ella (que está casada con el escritor Javier Calvo) es la políglota de la familia. Domina el castellano y el catalán», apunta con orgullo. Él solo habla inglés pero es un todoterreno literario y creativo que transita por donde quiere.

Su obra bebe lo mismo de los cómics y la televisión que de los clásicos de la literatura y las artes plásticas. En su último libro vuelve a sus orígenes, con una historia que se plantea como «un mapa urbano y emocional». Los callejones y alcantarillas cobran vida con la presencia de niños (mulatos, blancos y negros) que juegan, roban y se pelean, con la advertencia , como se apunta en el libro, de que «las cosas no siempre tienen sentido, no siempre puedes predecir cuándo llorarás». Ese tipo de frases son típicas de Lethem. Inesperadas y directas como un latigazo.

¿Recetas para la felicidad?

El Brooklyn de Lethem es un espacio saturado de «dolor histórico y racial», con la gentrificación devorando y colonizando todos los espacios de autenticidad y refugio. En cualquier momento puede cambiar tu vida y el paisaje que te rodea. Eso lo aprendió muy pronto Jonathan Lethem. Su madre murió de un tumor cerebral cuando él tenía catorce años. «Me quedó un vacío inmenso que nunca he podido colmar. No obstante, es algo curioso… Antes de que falleciera yo estaba ya obsesionado con la idea de la pérdida y la fragilidad. Me aterraba que todo fuera pasajero. Ese hogar y ese ambiente de protección no iba a durar siempre. Yo lo sabía y la pérdida de mi madre reafirmó mi manera de ver el mundo».

¿Que se puede hacer cuando todo se desmorona? ¿Hay recetas para la felicidad? Para Lethem lo importante es seguir adelante. No busca consuelo ni paraísos artificiales. «Yo quiero seguir contando historias para entender el mundo y a mí mismo. O al menos intentarlo». Su primera vocación fue la pintura, «con un estilo generalmente caricaturesco», pero no tardó en aferrarse a la literatura como un clavo ardiendo. Ya cuenta con trece novelas, cinco colecciones de cuentos y varios libros de ensayo. Sus artículos han aparecido en publicaciones como ‘Rolling Stone’, ‘Harper’s’ y ‘The New Yorker’.

En 2005 recibió la prestigiosa beca MacArthur, dotada con 500.000 dólares, y este año se ha hecho merecedor de la que concede la Fundación Guggenheim que ronda los 50.000. «Es un privilegio y un honor que me concedan estas ayudas. Pero también responden a una gran necesidad práctica. Los escritores tenemos que vivir. Son becas con prestigio y eso está muy bien, pero hay que comer y pagar la hipoteca». Lethem es directo y pragmático. Desde que dejó la universidad para trabajar como dependiente en librerías de viejo, «sin dejar de leer y darle a la tecla como un poseso», se ha batido el cobre en solitario. Sin padrinos ni lobbys o camarillas que le abrieran camino.

Casado tres veces (su actual mujer es la cineasta Amy Barrett), tiene dos hijos y vive desde 2010 en Los Ángeles. Allí imparte clases de Escritura Creativa en el Pomona College, en la cátedra que dejó vacante David Foster Wallace. «Mi misión es animarles a leer todo lo que puedan. Nunca serás un buen escritor si no te consume esa pasión. Luego, en cuanto a la técnica, siempre insisto en lo mismo. No puedes conformarte con la primera versión. Tienes que reescribir y reescribir. Hay que trabajar la prosa con tesón y humildad».

A caballo entre California y Nueva York, la mayor parte de las veces con un ordenador delante, buscando información o redactando nuevos capítulos de un libro, confiesa que le duele despegar los ojos de la pantalla y mirar a su alrededor. No porque le guste aislarse sino para evitar sufrir más de la cuenta. «Con Trump no hay cabida para el optimismo sino para crear redes de solidaridad. Eso sí, lo que estamos viendo no es algo accidental o circunstancial. Está aflorando lo que siempre ha existido detrás de la máscara. La imagen actual de Estados Unidos es deprimente, sí, pero también real. Mi país ha perdido la máscara».

– Usted siempre tiende a echar la mirada hacia atrás…

– El tiempo es un concepto fundamental en la narración.

– Tiene 61 años. ¿Qué le hubiera gustado hacer de joven?

– Ir a más fiestas y bailar más.

– Su madre era la extrovertida de la familia.

– Sí, me hubiera gustado parecerme más a ella.