Un tema no quedó claro, ni debatido, ni cerrado, en el último encuentro de las Conversaciones de Formentor, celebrado en el hotel de los Barceló en Aranjuez y que reunió a una buena ‘troupe’ de editores. Lo apuntó su impulsor, Basilio Baltasar, pero nadie recogió el guante. Se trata de la presión que se puede ejercer desde las peligrosas redes sociales para boicotear o evitar la publicación de un libro.

En palabras de la editora de Anagrama, Silvia Sesé, lo ocurrido con el libro de Luisgé Martín, por ejemplo, es una evidencia de que ha cambiado la sensibilidad de la sociedad ante algunos temas. Y es cierto. En este caso, una mayoría de lectores parecían estar de acuerdo en su no publicación. Yo ya he manifestado, en esta misma columna, que no lo comparto, pero el debate lo sitúo en la puerta que se abrió ante la posibilidad de hacer cambiar la opinión de un editor ante la decisión de publicar una obra.

El caso del libro de Luisgé fue asumido por muchos, pero si el tema fuera más discutible, ¿qué haría un editor? Sin ánimo de llamar a tormentas intelectuales, lo cierto es que esta posibilidad es muy probable, sobre todo observando cómo actúa la sociedad.

Cualquier día, una horda de ‘trolls’ o ‘haters’ focalizarán su ira vacía contra un autor o un título o una editorial antes de que su obra llegue a las librerías, y será entonces cuando el editor tendrá que demostrar una decisión. Y no será fácil.

Enfrentarse a estos ataques tiene una complicación añadida, porque el enfrentamiento ocurre ante un argumento que no argumenta. Y el mundo de la edición, el territorio de los ensayistas y de los escritores, se sustenta en las ideas, en las construcciones intelectuales, en definitiva, en pensar. El razonamiento es difícil cuando delante sólo hay individuos anónimos vomitando. Malos tiempos para el libre albedrío.