A medida que el cine (la industria) le iba cerrando sus puertas tras un caso de cancelación con retardo, Woody Allen se refugiaba en la narrativa. En cinco años, tres libros: la autobiografía A propósito de nada (2020), los relatos de Gravedad cero (2023) y ahora este ¿Qué pasa con Baum? que constituye su primera incursión en la novela, con casi 90 años.

El giro hacia el papel demuestra dos cosas: que para muchos artistas el medio, el formato, es solo un cauce coyuntural de expresión –de hecho, Allen empezó como monologuista y probó también en el teatro y la narrativa– y que el cineasta, si no lo ha dicho ya todo a su edad, quiere seguir diciéndolo. Woody no se jubila, aunque esté condenado a expresar siempre lo mismo.

Cubierta del libro

Alianza (2025). 216 páginas

¿Qué pasa con Baum?

Woody Allen

Desconozco si el neoyorquino ha recuperado de la pila de guiones cinematográficos esta pieza que edita en Estados Unidos una casa poco conocida y de corte variopinto, la única que se ha atrevido a editarlo en su país (en España lo publica Alianza). Las sospechas van por ahí. Tanto el planteamiento como el desarrollo y, en especial, el abrupto final, son fácilmente reconocibles como película. Película de Allen.

Asher Baum es un judío neoyorquino –obvio–, de cincuenta y un años, neurótico e hipocondríaco –claro–, que no ha logrado situar su carrera literaria donde deseaba, entre Kafka y Dostoievsky. Su última novela ha recibido bastantes palos. A eso se suma que su matrimonio, el tercero, va de cráneo. Su mujer, que lo mantiene en una lujosa casa de campo de Connecticut, solo tiene ojos para su hijo, que sí está cosechando todo tipo de éxitos con su primera novela.

Por si fuera poco, Asher ha comenzado a hablar solo. Solo y en alto, con diálogos y situaciones derivadas de ellos que uno imagina fácilmente en pantalla. La puntilla a su carrera puede ser un caso de cancelación: Baum ha agarrado del hombro a una joven periodista y la ha besado en un ascensor. El escándalo está a punto de estallar y, oliéndose la tostada, su editorial lo ha descartado para el futuro.

Los condimentos son netamente autobiográficos y auto-paródicos: hay ecos de la propia cancelación de Allen tras el rescate de su proceso judicial por parte de Ronan Farrow, hay una evidente recreación de su veto en el grupo editorial Hachette cuando sus memorias estaban listas para salir. Una sensación de que «se te está viniendo todo abajo», como se confiesa Baum a sí mismo.

Este hombre al borde de un ataque de nervios canaliza una historia que ya hemos visto en pantalla: hay algo de Irrational Man y de Rainy Day in New York, también algún diálogo que es puro Medianoche en París. Y, por supuesto, ecos del mundo entre desquiciado y sofisticado de sus mejores películas. Todo es reconocible, pero no por ello menos disfrutable. De hecho, la novela actúa a modo de sus últimos estrenos: sabemos que difícilmente serán una obra maestra, pero no podemos dejar de ir al cine. Es nuestra contribución a una leyenda, pura gratitud.

¿Qué pasa con Baum? llena, con palabras, ese hueco en su filmografía. Su gran virtud es lo que la gente desestima como ya visto: sus personajes puramente allenianos, Nueva York y sus gentes, sus calles y edificios, las frases brillantes y desternillantes, la nostalgia ligera, los paseos con la chica bonita, la histeria y la hipocondria… Se lee del tirón, con una sonrisa, a pesar de que va de más a menos y luego, cuando parece que vuelve a ir a más, se acaba.

Woody Allen, que plantea el caso de cancelación, no va más allá, aunque se agradece esa arriesgada parodia. En cambio, abre otro melón hacia el final de la novela que resuelve de manera abrupta en una secuencia que es, directamente, de guión de cine. El sabor que deja ¿Qué pasa con Baum? es ambivalente: como novela no alcanza grandes cotas, es caprichosa y deslavazada y deja la sensación de haberse desperdiciado; sin embargo, a los puntos, párrafo por párrafo, es bastante entretenida.

Es, sin ningún género de dudas, una novela para ‘allenianos’. A su edad, bastante avanzada, Allen no pretende engañar a nadie, ni refundar la novela ni soplarle la nuca a Dostoievsky —ni siquiera a Philip Roth—, sino acaso hacer lo mismo que su personaje: seguir dialogando consigo mismo.