Parecía que ya nada nuevo podía decirse sobre Martin Scorsese. El hombre se ha convertido en leyenda a lo largo de sesenta años en el mundo del cine, después de haber ganado la Palma de Oro en Cannes con Taxi Driver, de ser uno de los grandes nombres del Nuevo Hollywood, de haber dirigido a las estrellas de varias generaciones, de finalmente alzarse con el Oscar a Mejor Director por Los infiltrados, de impulsar la preservación del patrimonio fílmico alrededor del mundo, y de convertirse en una reciente celebridad de Tik Tok de la mano de su hija menor, Francesca. Todo eso fue y es Scorsese, pero sobre todo es director de cine, lo lleva en su sangre, en su piel, es la esencia de su vida. Y es eso lo que captura, al estilo de una epopeya íntima, el nuevo documental de Rebecca Miller sobre el director, reciente estreno de Apple TV. Mr. Scorsese es la historia de esa vida de película narrada en primera persona, con bravura y honestidad, con el sello de un hombre que hizo de la cámara la pluma con la que dejó su firma en la Historia.
“Un retrato fílmico”, bautiza Miller a una serie que se asemeja a una larga película dividida en cinco episodios. Y Miller sabe de retratos, en tanto es pintora, fotógrafa y también directora de cine, ganadora del Premio del Jurado en Sundance con Intimidades (2002), nominada a los Emmy en 2019 por el documental sobre su padre, el dramaturgo Arthur Miller, y casada desde hace casi treinta años con el actor Daniel Day Lewis. Gracias a ese marido reacio a los flashes –que ha hecho una excepción para aparecer como entrevistado en homenaje a su querido amigo Marty–, Rebecca conoció a Scorsese en el set de Pandillas de Nueva York. Aquella película de ambiciones megalómanas que le valió al director ítalo-americano concretar un proyecto largo tiempo ansiado, comenzar su colaboración con Leonardo DiCaprio y terminar a las patadas con el productor Harvey Weinsten (a quien le tiró un escritorio por la ventana). Su inesperada sintonía con Miller ofrece a un Scorsese catártico con sus miedos y ansiedades, devoto de un arte que alimentó pecados y resurrecciones.
ALLÁ EN LITTLE ITALY
Con los acordes de ‘Sympahty for the Devil’ de los Rolling Stones de fondo, Martin Scorsese reflexiona sobre el bien y el mal. “¿Quiénes somos? ¿Somos esencialmente buenos o malos? Creo que hay bondad y maldad en todos nosotros, y que todos somos capaces de hacer el mal bajo determinadas circunstancias. Puedo sentir la tentación que implica el mal, el poder que conlleva, incluso puedo entender la pasión que supone. Esa es la lucha. Yo lucho con ello todo el tiempo”. Nutrido de la cultura católica de su infancia, de su barrio, de sus raíces sicilianas, el director ha concebido una obra que expone la lucha interior de sus personajes, todos santos y pecadores como él mismo, luchadores ante la tentación del mal, la diversión de la desobediencia. Y Miller coloca la cámara como el hueco de un confesionario, logrando que la evocación de cada una de sus películas, la reflexión sobre sus años juveniles en la Universidad de Nueva York, el paso por el seminario para ser sacerdote, el asma de su infancia que lo confinó a espiar la calle, la cinefilia obsesiva, la violencia impregnada en cada pequeño acto, definan su alma de artista.
Esos primeros episodios revelan la niñez de Scorsese como nunca antes se había visto, sumergida en imágenes de archivo de la Little Italy de los años ’40 y del barrio Corona de Queens en el que su familia vivió algunos años para luego regresar al redil, humillados por la pelea de su padre con un matón del lugar. Fotogramas de los conventillos habitados por el linaje de los Scorsese, por el desorden y las peleas en las calles, por las familias del crimen gobernando a punta de pistola. Miller enlaza aquella humillación paterna con el impacto de Ladrones de bicicletas de Vittorio de Sica, una película germinal en la formación de Scorsese, que revela en las lágrimas de un niño de la mano de su padre, el sentimiento convertido en idea. “Fue esa película la que me ofreció un fundamento de verdad inigualable”, reflexiona el director a la distancia. La verdad, aquello que define la ética scorsesiana, se remonta a esos años como hijo, a la lenta conciencia del delito que nutría a esa pequeña Italia en Nueva York, pero también al cine italiano de esas tardes en familia, a los recuerdos dispersos de quienes habían dejado la Madre Patria para hacerse un futuro en América.
Mafia, sacerdocio, spaghettis caseros, neorrealismo, son quizás las palabras claves de esos primeros pasos. Y Miller consigue lo imposible: entrevistar a los amigos de aquel tiempo, los compañeros de correrías, el simpático Salvatore ‘Sally Gaga’ Uricola en el que luego Scorsese modeló al Johnny Boy de Calles salvajes y que solo aceptó aparecer en el documental cuando Miller le aseguró que no era policía. Anécdotas contadas alrededor de una mesa de bar, risas contagiosas, travesuras de trasnoche forman el remolino que envolvió aquella juventud, en la que Scorsese abandonó el seminario para entrar en la escuela de cine, filmó cortometrajes con sus amigos y familia –increíble su madre, convertida luego en el rostro inolvidable de Buenos muchachos, donde interpreta a la madre de Joe Pesci–, transformó aquella verdad descarnada en sacramento de su cine. “No esperaba este nivel de honestidad”, revela Miller en una entrevista con The Sunday Times. “Scorsese siempre observó al mundo como era, sin adornos ni máscaras, por eso creo que su trabajo tiene esa potencia, esa verdad”.
De vacaciones con Robert de Niro, 1979
LA FAMA Y LA CAÍDA
Los años ’70 fueron el despegue y la consagración para Martin Scorsese, y Miller los recorre desde los márgenes hasta llegar lentamente al corazón de aquella época. De la exploración estudiantil junto a su compañera de clase Thelma Schoomacher –convertida luego en su montajista de cabecera– y el padrinazgo de John Cassavetes, Scorsese pasó por la euforia de Woodstock –para filmar un documental en el que luego no fue reconocido– hasta convertirse en uno de los mimados del Nuevo Hollywood, primero con Calles salvajes y luego con el cimbronazo de Taxi Driver. Las voces de Robert De Niro, Paul Schrader y Steven Spielberg ofrecen un viaje por ese pasado, a menudo narrado en clave de revolución creativa –sobre todo por el mítico libro de Peter Biskins, Moteros tranquilos, Toros salvajes, que acaba de ser reeditado por Anagrama–, pero que consigue comprender el ascenso del cineasta en un medio que le era ajeno, que siempre lo ubicó en el lugar del outsider. Es esa condición de observador un tanto alejado de la euforia de la que fingía ser parte, la que le permitió representar el mundo en crisis que asomaba en sus películas, la tensión que atravesaba a sus personajes, el desconcierto que sacudía la conciencia de un tiempo de cambios.
“La violencia es aterradora cuando aparece dentro tuyo”, le confiesa a Miller cuando recuerda que estuvo a punto de robar la copia de Taxi Driver ya que el estudio quería mutilarla por considerarla demasiado violenta. “Fue el período más renegado de su vida”, explica la directora, “Hollywood era como el lejano Oeste, los directores eran capaces de las cosas más extravagantes y anárquicas”. Las imágenes de una fiesta donde aparecen Francis Ford Coppola, George Lucas, Schrader, Spielberg y un John Millius disparando tiros al aire, todos jovencísimos y eufóricos, resumen el espíritu de aquellos años creativos y delirantes, en los que los cineastas llegaron a la cima del poder en la industria, elevaron la autoría como estandarte, y llevaron al negocio a los límites de la bancarrota. Scorsese tuvo su cuota de caos: el fracaso de sus primeros matrimonios, su elusiva paternidad para esas hijas hoy ya grandes, el fracaso de New York, New York y el romance a escondidas con Liza Minnelli, las drogas y los excesos en el departamento de Robbie Robertson de The Band. El colapso, la depresión y la vuelta a empezar, porque no había otro camino para seguir. Scorsese hubiera sido cineasta sin importar los contratiempos, las pérdidas, los sacrificios. “He conocido a grandes directores pero ninguno tan convencido de ese único destino”, señala DiCaprio en la serie. “El cine lo consume desde su infancia, desde que tiene memoria, y nunca lo abandonó”.
El Scorsese padre también es un punto a menudo esquivo en sus recurrentes retratos, ya sea el del libro de entrevistas editado por Peter Brunette a fines de los ’90, o el célebre Scorsese by Ebert, o incluso el más reciente Martin Scorsese: A Journey, donde Mary Pat Kelly homenajea al director en su 80 cumpleaños con un recorrido exhaustivo por su vida y obra. Miller entrevista a sus dos hijas mayores, Cathy y Domenica; la primera, fruto del breve matrimonio de juventud con la actriz Larraine Brennan, y la segunda, de su relación con la escritora Julia Cameron. “Él quería que otras cosas le importaran como el cine, pero nada podía competir con las películas”, recuerda Doménica. Scorsese fue para ellas una fulgurante aparición en la infancia, intermitente por los viajes para los rodajes, las estancias en Los Ángeles y los festivales, y luego el artífice de un reencuentro en la adultez, acompañándolo a las entregas de premios, viajes familiares, instancias más reflexivas para cada relación. Domenica Cameron-Scorsese interpretó un pequeño papel en La edad de la inocencia, en la escena en la que Daniel Day Lewis vislumbra a lo lejos a Michelle Pfeiffer iluminada por la luz de un faro. Esa escena resonaba en su memoria como la metáfora del vínculo con su padre: “Si aparecías en la esfera de luz, aunque solo fuera un instante, te sentías admirada; luego solo quedaba la ausencia”.
Con Isabella Rossellini, 1978
SANTO PECCATORE
“¿Qué precio hay que pagar para cumplir los sueños?”, se pregunta el escritor y guionista Nicholas Pileggi, autor de Buenos muchachos. En una obra de profundas raíces católicas como la de Scorsese, el sacrificio y la resurrección son instancias obligadas. Los años de la cocaína culminaron en un colapso en 1978 luego del festival de Telluride que llevó a Scorsese al borde de la muerte. Entre sueños de vigilia, De Niro le llevó el guion de Paul Schrader sobre Jake La Motta, materia prima de Toro salvaje. Allí vendría su inesperado renacimiento, una nueva explosión de fama y gloria, una reinvención de su propia estética en el espejo donde un La Motta, gordo y acabado, expresaba sus propios anhelos. Sin embargo, los ’80 estarían signados por la lenta agonía del Nuevo Hollywood, por su separación de Isabella Rossellini –quien ofrece en el documental algunas de las mejores declaraciones sobre Scorsese–, el escándalo y la persecución por La última tentación de Cristo. Y luego volver a nacer con Buenos muchachos y el fresco de aquella mafia de su juventud, y volver a vivir con la obsesión por el origen de Nueva York filmado en Cinecittà y el encuentro con Leonardo DiCaprio para reencauzar el crepúsculo de su carrera.
“No hay conclusión moral en su cine, es el espectador el que debe decidir cómo pensar”, reflexiona Jodie Foster como síntesis de una obra y quizás como explicación de por qué a Scorsese le costó tanto la relación con la industria, conseguir su único Oscar, ser reconocido como un director imprescindible de la Historia del cine. “No pertenezco a esa liga”, se ríe con juguetona modestia, y con la conciencia de que siempre fue el italianito excluido, el neoyorkino intruso en la soleada California, el incorregible de un sistema del que nunca formó parte del todo. Tal vez por ello se atrevió a sacudir todos los códigos de complicidad del negocio con El lobo de Wall Street, que le dio fama entre los centennials, y reveló el detrás de la cortina de una economía obscena y despiadada. Nada queda en su lugar después de su aparición, no hay promesa de ninguna despedida. Su movimiento es constante: su compañerismo con su última esposa, Helen Morris, enferma de Parkinson, con la que comparte tardes de conversación entrecortada y miradas de amor, su complicidad con su hija Francesca y el legado de la cinefilia, sus amigos del barrio, el cine de ahora y siempre en la pantalla.
Con su esposa Helen Morris y su hija Francesca
DETRÁS DE LOS PERSONAJES
Después de filmar el documental sobre George Harrison en 2011, Living in the Material World, Scorsese comenzó a ejercitar la meditación como una forma de liberar esa ira contenida que había sido la llama de todas sus criaturas. “Trataba de acallar un poco la furia, un poco nomás, porque sigue ahí, quieta como una sombra en el fondo de la mente”, recuerda mientras mueve las manos en un intento de detener ese vértigo que lo muestra enérgico, tenso, siempre impaciente. “La ira te consume con el correr de los años, y es un milagro que yo haya podido salir de ahí. En definitiva, tenés que aprender a vivir con vos mismo, si es que verdaderamente querés vivir”. Todos los personajes de Scorsese bregaron por ese control sobre sí mismos sin nunca conseguirlo del todo. Jake La Motta sobre el ring de Toro salvaje, Ace Rothstein en mesas de juego en Las Vegas en Casino, Howard Hughes encerrado en el microcine de El aviador, Jesús en la hora de la muerte subido a la cruz en La última tentación de Cristo. “Cada vez que un artista alcanza un trabajo genuino, en el fondo es porque se retrata a sí mismo. Es uno el que asoma detrás de sus personajes”, descubre Rebecca Miller al encontrar el eco de Scorsese en su propia mirada como directora.
Mr. Scorsese fue filmada en tiempo de pandemia, en un extraño hiato en la vida del director que le permitió mirar atrás lo vivido, el tiempo recobrado. Fue un ejercicio de reencuentro consigo mismo, pero también un puente tendido hacia alguien que lo observaba, hacia una cámara que lo ponía en el centro de la escena. “Un artista puede ser egoísta en lo referido a su obra, pero no tiene por qué serlo en la vida” parece ser la conclusión de Jay Cocks, amigo y guionista de varias de sus películas, sobre ese hombre en su madurez, luego de un largo y solitario camino. “Hace poco vio la serie completa”, concluye Miller respecto de la reacción de Scorsese al verse en primera persona. “Estaba muy nervioso, pero finalmente le gustó. No podía creer que había entrevistado a sus viejos amigos de Little Italy. ‘¿Sabés lo que significa que hayas conseguido que Salvatore hablara a cámara?’, me dijo. Creo que le costó ver el material porque es difícil para él, es difícil recordarlo todo. Pero finalmente entendió que la serie vive y muere en la honestidad, en esa honestidad desgarradora que es la suya”.