El nuevo libro de Ángeles Caballero habla un poco de todo, pero desde el prisma de la madurez de una mujer feminista y de izquierdas. … Por ese motivo, presenta en sus páginas una España moderna y contemporánea, pero a la vez castiza y cazurra, porque ¿no está clarísimo que España es ambas cosas?
Eso y mucho más es ‘Orfidal y Caballero’ (Arpa Ediciones), una novela a caballo entre el diario, el ensayo y la narrativa que desmiembra muchas de las cosas que damos por sentado en el día a día desde un humor ácido y afilado. La escritora y periodista estará firmando ejemplares el próximo miércoles 22 de octubre en la Librería Bagarang desde las 19 horas.
-Recibes mucho odio en redes sociales. ¿Cómo lo llevas?
-La mera exposición pública te lleva a vivir malos tragos. Me he puesto a dieta de redes sociales desde hace un tiempo y ahora solo comparto lo que escribo o hago en el trabajo, pero ya no opino sobre actualidad porque no me apetece que la bola crezca y me lleguen insultos. Me afecta muchísimo, por eso he tratado de distanciarme. Si eres mujer, además, puntúas doble, y eso que, dentro de todo, yo tengo muchos privilegios. Forma parte del precio a pagar por tener exposición pública, pero es infame e injusto.


-¿Por qué crees que se te ataca tanto? ¿Qué les pasa?
-Las redes tienen muchas cosas buenas, como poder encontrarte con personas con las que nunca te encontrarías de otra forma. Pero, por otra parte, el anonimato posibilita que cualquiera pueda insultarte de una forma que cambiaría mucho si tuviera que dar la cara. Si no fueran anónimos, los insultos y opiniones tendrían más cortesía. No soy una víctima especial, tengo colegas que reciben muchísimo más odio, y conozco gente a quien incluso le gusta recibirlo, porque les activa la adrenalina. A mí me afecta, así que me he intentado proteger.
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-En tu libro hablas del ego periódistico. Es cierto que a veces pensamos que somos lo máximo, y hoy en día la realidad es que hay formas de amplificar tu voz mucho más efectivas que el periodismo. Mira a los influencers. ¿Qué me puedes decir de esto?
-No se me ocurriría criticar a los influencers, porque son figuras que han conseguido comunicar y alcanzar un impacto enorme que el periodismo está perdiendo. Los periodistas hemos dejado de influenciar en gran medida. El periodismo se mira mucho el ombligo, pero ni salvamos vidas ni determinamos la opinión de un amplísimo grupo de la población. Estamos demasiado pendientes de nuestra burbuja y no nos hemos dado cuenta de que han pasado muchas cosas que han perjudicado al oficio. Le pasa también a la política. Alvise es un buen ejemplo. Su resultado en las europeas nos reveló a todos, especialmente a periodistas y políticos, que hay una persona que consiguió cerca de un millón de votos sin hacer campaña de medios, sin pagar publicidad en medios tradicionales, sin hacer mítines… Esto debe hacernos pensar que hay muchos sitios a los que no llegamos. Verlo quizás nos sirva para quitar el ego.
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-¿Cómo ves la profesión? ¿Crees que está en su peor momento o crees que a veces tendemos a exagerar las cosas y a pensar que cualquier pasado fue siempre mejor?
-Al periodismo le pasa un poco como al teatro, que siempre decimos que está en crisis. Hay gente que sigue haciendo un buen periodismo. Hay muchísima precariedad, pero como siempre la ha habido. Y aún así se siguen haciendo grandes trabajos (también malos). Todos somos productos de nuestro tiempo. Como escribas un artículo larguísimo, es muy difícil que alguien lo lea entero. El cortoplacismo, el déficit de atención… Los jóvenes no leen periódicos, y muchísimos adultos tampoco. Pero, aún así, sigue habiendo extraordinarios periodistas.
-Defines en tu libro buena parte del caos de una vida costumbrista, atada a la actualidad y víctima de la velocidad desatada de este mundo. Muestras un hartazgo muy particular, porque el hartazgo está ahí, pero todo desde el humor. ¿Estás muy harta del mundo?
-Estoy harta a ratos, como todos. Muchas veces intento no estar al día de todo lo que ocurre para parar un poco el carro, aunque eso también es un privilegio. Hay periodistas y otras personas que se dedican a oficios creativos que no pueden separarse de la actualidad y la rapidez, porque las redes, por ejemplo, son su soporte de publicidad. Tengo la sensación de que a la gente le acaba llegando la información muy filtrada y utilizada. Les llega un pequeño porcentaje del asunto, y no digo que la gente sea tonta, ni mucho menos. La gente es inteligente, y es normal que esto ocurra porque vivimos en nuestras burbujas. Es natural que lo que recibe un abogado de Salamanca no sea lo mismo que recibo yo.
-En tu libro, la mujer madura de más de cuarenta años es un icono. Hasta ahora siempre había sido el último mono. ¿Estáis haciendo un buen trabajo, no?
-Sé que de repente hay un montón de mujeres y temas que están dejando de estar escondidos en el baúl. Somos muy pesadas, y me alegro. Después de más de dos mil años de patriarcado, dejadnos que seamos pesadas. Fíjate si nos quedan años. Hay que enterrar ya a la maldita figura de la superwoman, hay que hablar de nuestras arrugas, de nuestros cuerpos, de nuestros miedos y nuestras menopausias. Estuve con una mujer de la política el otro día y me dijo que estaba harta de los sofocos menopáusicos. Eso era impensable hace unos años. Es maravilloso. Todo dentro de la contradicción. Yo también me pongo mi bótox y mis cremas, pero hay que seguir.
-En este dietario, que es como se le está llamando a ‘Orfidal y Caballero’, narras una España castiza, a ratos ridícula, atrasada, pero otros ratos auténtica y libre. ¿Qué te viene a la cabeza al pensar en España?
-Hablaría más bien de las muchas españas que a veces habitan en nosotros. Yo a veces soy contemporánea y moderna, a veces hija de mi tiempo y, otras, más clásica que el chotis. Me considero conservadora en las cosas que quiero conservar: el amor de mis hijos, el amor de mi pareja, mis rutinas… Aspiro a que la gente viva cada vez mejor. Hay una España que quisiera borrar. La España en la que creo es de cintura ancha.
-Voy a leerte un fragmento de tu libro: «Qué bien se declama con 24 grados y sentada en un sofá. Cómo me incomoda a veces la mujer que soy. Cómo me arrepiento de asomar a la cretina que llevo dentro. Ahí está, a apenas dos balcones de altura, ese trabajo que te permitirá no pensar. O eso quiero creer yo, que no he tenido que currar de otra cosa que no fuera de aquello para lo que he estudiado. Muy simpática, sí, pero también una farsante». ¿Por qué una farsante?
-Porque reivindico a las mujeres de las periferias de las grandes ciudades, que viven en los extrarradios feos estéticamente porque no les queda otra y, mientras tanto, yo en el fondo he sido siempre una pija. Nunca he tenido que trabajar en otra cosa que no fuera aquello para lo que me he formado. Nunca he trabajado en verano y cuando fui becaria, al menos lo era en el periodismo. No he tenido que poner copas ni repartir paquetes, ni que llevar dinero a casa. Siempre he estudiado en concertada o privada. Por eso me siento una farsante, porque reivindico una fiesta a la que nadie me ha invitado. Desde que me he ido a Madrid, veo que esa clase media se diluye, así que mi burbuja también está recibiendo bofetones. Lo que pienso sobre las cosas viene, sobre todo, de la gente que me rodea.
-¿Cuál crees que es el problema de que el extremismo conservador, la misoginia, la transfobia, el racismo…, estén calando tanto en la población y en los jóvenes?
Creo que cada época y etapa vital tiene movimientos que son aceptados porque son novedosos, aunque en el fondo eso es falso y no lo son, porque algunos están construidos por postulados que han estado toda la vida. Siempre ha habido perfiles más autoritarios y otros más revolucionarios. Podemos y Vox, que no los igualo, son movimientos cuyos principios no acaban de inventarse, sino que llevan mucho tiempo instalados y siendo postulados por teóricos de la política. Ahora vivimos una época en la que tener un punto de fascismo está de moda, lo cual es peligroso. Pero, lamentablemente, también tengo que asumir que parte de la responsabilidad es nuestra. Hay una parte de quienes creemos en la democracia que hemos tenido demasiada buena educación, silencio y cierta hipocresía. Cuando hemos oído a gente diciendo barbaridades en el plano público, nos hemos callado para evitar el conflicto. Y el resultado es que gente homófoba, racista y fascista lo proclama hoy a los cuatro vientos. Hemos pecado de timoratos y, en cierto modo, de cobardes. Reconstruirnos nos llevará mucho sufrimiento. Si siguen creciendo, muchos verán su vida afectada notablemente. Es a eso contra lo que me revelo. Por eso voy a votar y digo ahora las cosas. Se pueden decir las cosas punzantes y letales con un tono sereno. No hay que callarse, sea del modo que sea.
-Ocurre que, cada vez, ser de izquierdas se convierte en algo más complicado en nuestro país. Los líderes se muestran de pronto como abusadores sexuales protegidos por sus partidos, hay corrupción… Por no hablar del moralismo desatado o del «estás contmigo o eres malo, sin punto medio». ¿Qué opinas?
-A veces, los periodistas de izquierdas tenemos cierta tendencia a flagelarnos. Y los votantes también. Hay una tendencia a buscar una pureza que me atrevería a decir que no existe en ninguna causa. No hay nada ni nadie perfecto. El feminismo, por ejemplo, no es perfecto. ¿Dónde ponemos el listón? Uno siempre prefiere que lo malo le ocurra a las formaciones políticas contrarias. Por otro lado, que haya corrupción o abusadores encubiertos nos debería doler a todos, independientemente del signo. Y deberíamos conservar el espíritu crítico. Muchas veces votamos solo por lo que hemos defendido en las últimas cuarenta y ocho horas, por algo en caliente. En cualquier caso, no nos tenemos que castigar tanto. Hay veces que uno vota más convencido, otras que uno vota para que no salga el contrario. Hay desertores, hay abstencionistas. Los hay quienes, diga lo que diga Trump, siempre le darán la razón con tal de que no llegue otra persona. Votar en contra de los otros siempre deja mejor sabor de boca que votar al tuyo.