Se llamaba Eugenia María Guzmán, aunque fue más conocida como Eugenia de Montijo. Cuenta el historiador Jaime de Salazar y Acha en su biografía realizada para la Real Academia de la Historia que la mujer que cautivó a Napoleón III fue alumbrada en Granada … el 5 de mayo de 1826, y que era hija segunda de Cipriano Portocarrero y Palafox –un Grande de España de tendencia afrancesada, vaya– y María Manuela Kirkpatrick y Grevignée. Aquella familia, de mentalidad abierta, la crió al calor de una curiosa mezcla: tradición aristocrática y un aperturismo hacia las nuevas tendencias que llegaban desde Europa.

El pasado domingo, la Emperatriz volvió a quedar bajo el foco de la actualidad con el robo al Louvre. Durante la extraña operación, los criminales sustrajeron una ingente cantidad de joyas que Napoleón le regaló para su coronación. Entre ellas, una tiara compuesta por 212 perlas, incluidas 17 en forma de pera en la parte superior, 1.998 diamantes y 992 rosas, y un broche de corpiño de 2.438 diamantes y 196 rosas. Esta última pieza formaba parte del centro de un cinturón compuesto por más de 4.000 piedras pertenecientes a los Diamantes de la Corona.

Su infancia fue intensa, que no tormentosa. Después de que falleciera su padre, Eugenia y su hermana María Francisca –’Paca’– quedaron al cuidado de su madre, una mujer ambiciosa que les procuró una educación cosmopolita, con conocimiento de idiomas, literatura y música. La infancia la llevó por Granada, Madrid –Carabanchel, para ser más concretos–, Inglaterra y Francia. Y, a pesar de todo, ella misma se declaraba desdichada en una misiva que envió al Duque de Alba en 1843, poco después de que este contrajera matrimonio con su hermana. En la misma se declaraba desdichada y desafortunada en amores, asuntos familiares y desdichas políticas:

«Tengo el genio fuerte, es verdad, y no quiero excusar mi conducta. Aunque también, cuando alguien se porta bien conmigo, puede hacer de mí lo que quiera. […] Muchos creen que soy la persona más feliz del mundo, pero se equivocan. Soy desgraciada por lo que me hago a mí misma… Amo y aborrezco con exceso y no sé qué vale más, si mi cariño o mi odio».

Su destino en amores cambió en 1850. Ese año, durante una recepción en casa de la princesa Matilde Bonaparte, Eugenia fue presentada al entonces príncipe-presidente: Luis Napoleón. Y este, como bien explica De Salazar, quedó prendada de ella. Tenía entonces Eugenia 24 años, una veintena menos que él, y dicen las crónicas que era bella en todos los sentidos y gozaba de un carácter rebelde y firme. «Todas estas cualidades provocaron en el futuro Emperador una exaltación amorosa irreprimible, aumentada sobre todo por su falta de respuesta, pues se cuenta que ella resistió siempre el cerco del príncipe, poniéndole como condición, para acceder a sus deseos, el previo vínculo matrimonial», añade el experto.

Tragedia final

Dos años después, el 2 de diciembre de 1852, el príncipe fue proclamado Emperador con el nombre de Napoleón III… y todo cambió para Eugenia. A finales de mes, con la llegada de la Navidad, el galo planteó a la joven la propuesta de matrimonio, y esta aceptó. El matrimonio fue civil –típico de la Francia de aquellos días– en la catedral de Notre Dame; y con una ceremonia fastuosa y propia del Antiguo Régimen. «De este matrimonio, tras un par de abortos, nacería únicamente —el 16 de marzo de 1856 en el palacio de las Tullerías— el príncipe imperial Napoleón Eugenio Luis», completa el historiador español.

A partir de entonces se dedicó al lujo y a los bailes de máscaras, pero también a las obras benéficas. Era, en definitiva, una mujer de contrastes. Cuenta De Salazar que la monarca visitó los suburbios, hospitales y orfanatos, aunque nunca se ganó la popularidad de las clases menos favorecidas. De hecho, entre ellas era conocida como ‘la española’, y que jamás le perdonaron la «arrogancia y el distanciamiento» que le achacaban. Odiada también por la familia de su marido, sus relaciones con el Emperador se deterioraron poco a poco por las continuas infidelidades del monarca.

Buena parte de los historiadores coinciden en que la vida íntima de Eugenia fue más bien limitada. «El amor físico, ¡qué porquería!», llegó a confesar la Emperatriz a una amiga. De esta guisa dejó entrever su carácter reservado y su visión poco apasionada de las relaciones sexuales. Sin embargo, esa aparente frialdad no impidió que los rumores y las habladurías sobre ella crecieran sin medida. La situación alcanzó su punto máximo cuando, en enero de 1853, la esposa de un ministro la insultó llamándola ‘aventurière’. Aquella ofensa fue el detonante: el 22 de enero se hizo público su compromiso matrimonial.

Tras alejarse temporalmente del Emperador en 1860, Eugenia de Montijo mantuvo una gran influencia política sobre Napoleón III. Un ejemplo es que impulsó decisiones controvertidas como la intervención en Italia en defensa del Papa y la expedición a México en apoyo del emperador Maximiliano. Vivió sus años de mayor esplendor con la Exposición Universal de París de 1867 y la inauguración del Canal de Suez en 1869, donde representó al Imperio francés. Sin embargo, su vida quedó marcada por la muerte de su hijo en Sudáfrica en 1879, tragedia de la que nunca se recuperó. Retirada de la política, residió en Inglaterra y más tarde en la Costa Azul, viajando con frecuencia a España y alojándose en el Palacio de Liria, donde falleció en 1920 a los 94 años.