Los suyos y los nuestros. Los que nos arrastran. Morante nos despierta los demonios (y los angelitos). Y nos dejamos arrastrar. Hay aficionados, muchos, entregados a la idolatría estrecha de su toreo. Entregados en extremo. Lo digo yo que le he escrito versos a Morante. ¿Quién sabe dónde está el fiel de la balanza?

Estaba yo viendo en la tele la corrida venteña del 12 de octubre entre -móvil de por medio- dos aficionados estratosféricos: Antonio Castañares y Felipe Albarrán. El uno más morantista que el otro. Y yo entre medias. Que Morante está en torero dentro y fuera de la plaza no lo niego. Lo afirmo. Y lo aplaudo. Morante tiene aroma a romero. Y a habano. Y a nubes de caramelo. Y a torería. Algo que en estos tiempos lavados y requetelavados despierta pasiones. Todo desde dentro, con el corazón en carne viva y la muleta planchada. Morante es una estampa, pero Morante no es un comediante. Morante no es solo destellos pintureros, Morante es un alma atormentada que atormentada torea. La gracia desgraciada, la desgracia graciosa. Morante, el pinturero, ha entregado sus trastos al trabajo de torear a destajo. Morante, el medroso, es un torero de valor en tromba. Es, en presente, porque torero lo será siempre, y más él, que nació torero y la torería le anida dentro.

Lo otro, la histeria, es cosa de los aficionados. Yo, que le he escrito versos, digo que en esto de adorar a Morante hay toneladas de histeria. Hay aficionados que van a ver el milagro de Morante y, ocurra o no, lo ven. Son esos que jalean la nada. Alucinación colectiva. Histeria. A Morante el 12 de octubre se le podía sacar a hombros de Las Ventas por muchos motivos: por haber levantado el monumento a Chenel (que tiene tela que tuviera que venir un sevillano a levantarlo), por organizar un festival que nos ha devuelto a toreros de leyenda, por reventar la plaza mañana y tarde… pero no por la faena al segundo. No fue ni de lejos faena de dos orejas, aunque tuviera torrentes de emoción y una estocada que valía por sí sola una oreja. Tuvo más de épica que de lírica. La lírica, en todo caso, la puso el público, que quiso, endiablado, ver el milagro y lo vio. La presidencia se dejó arrollar por la histeria. Dicho lo cual diré que de ser yo el usía también me hubiera dejado arrollar. Perdóname, Felipe.

Luego vino la alegría de la juventud que lo sacó a hombros y la pena de su rictus de dolor. Escribía yo, hace años, en ese poema que cito: “Él, Morante, rumbo a la mar en un velero; él, Morante, las dos orillas, el martirio y la palma.” Así fue. Una puerta grande dolorosa y falta de respeto. Cristo camino del Calvario, chorreándole sangre el alma a la puerta del Wellington.

Se va Morante. Yo creo que hace rebién. Lo de esta temporada ha sido un vía crucis con todas sus estaciones. No quiero ver torear a Morante así, en ese estado. ¡Ojalá despache los demonios que lleva dentro! ¿Volverá? Felipe Albarrán asegura que sí. ¿Y si no vuelve? Lo dijo el Guerra: “Después de mí nadie y después de nadie, Fuentes”; así podemos decir nosotros también: después de Morante, nadie y después de nadie, Ortega. Otros vendrán, no se preocupen, la religión del toro es politeísta. Vendrán y vendrá el invierno y en él la esperanza del toro en primavera. Pero hoy, ahora que anochece, termino, ay, como terminaba aquel mi poema: “Morante, si no existiera… ¿a qué Dios rezar? ¿a qué Dios crucificar?”