En la nueva exposición de Graciela Iturbide no te recibe una fotografía, sino un maizal, un maizal que se abre en un pasillo que no tiene pero podría tener una alfombra roja, en un feliz contraste campo-ciudad. Dice el cartel: «El maíz es … uno de los símbolos más antiguos y significativos de Mesoamérica, donde ha sido centro de rituales, mitos y vida cotidiana. Tras su llegada a Europa en el siglo XVI, transformó también las prácticas agrícolas y culturales del continente, y su cultivo se integró profundamente en el paisaje rural asturiano». Ya se sabe: todoslos caminos llevan a Oviedo. A la Fábrica de Armas, en este caso. Al Taller de Cañones.
Al otro lado del maizal encontramos el resultado de varios viajes físicos y espirituales (¿no son todos los grandes viajes así?) en los que la fotógrafa, premio Princesa de Asturias de las Artes 2025, ha retratado paisajes, rostros, heridas, recuerdos, tradiciones, historias y otras cosas más o menos invisibles entre México y España, siempre en blanco y negro, que es como ella sueña. Está su primera captura: una niña que mira fuera del marco en Zihuatanejo y que está esperando algo, tal vez el tiempo. Ya ahí se percibe su obsesión, nos cuenta la comisaria, Beatriz Mackenzie, por la intuición, por el encuentro fortuito, imprevisible, eso que exige tanto trabajo, tanta mirada. Fue Manuel Álvarez Bravo quien le enseñó que tenía «un ojo para ver y un corazón para sentir». Todo eso –la foto, la lección– sucedió en 1969.
Diez años después Iturbide recibió el encargo de hacer un registro fotográfico de los ‘seris’, un pueblo dedicado a la recolección y la pesca en el estado de Sonora, al norte de México. Ella mira a los ojos, se detiene en ellos, huye del folclorismo, busca personas. Hace lo mismo en Juchitán, a donde va por invitación del pintor oaxaqueño Francisco Toledo. Allí se detiene en las mujeres y los ‘muxes’, hombres que adoptan roles y vestimentas femeninas.
La fiesta del morir
También tiene un espacio para la celebración de la muerte, tan distinta y festiva, y la encuentra en Chalma, Xochimilco, Ciudad de México y muchos otros lugares. Lo mismo hizo en España, donde se obsesionó por la Semana Santa, las procesiones, y las fiestas populares. No es difícil recordar a Cristina García Rodero mirando sus fotos de Peñafiel.
En Lanzarote, asegura, encontró una paz volcánica: se enamoró de la quietud de sus paisajes casi extraterrestres. En esa sección aparece una cita de María Baranda: «Una espiral enciende toda su sed en el desierto y su hueco alumbra lo que no vemos, lo que buscamos siempre en el alma de la tierra». Y cuando fue a Ibiza, Salamanca, Valladolid y Almería se acordó de ‘Las hurdes, tierra sin pan’, de Buñuel. Muchas de estas fotografías son inéditas.
«Hoy en día todo parece como si ya hubiera sido fotografiado, que nada escapa al destino del recuerdo turístico. No es fácil distanciarse de los prejuicios que refuerzan las simplificaciones y los estereotipos. Pero debemos superar las imágenes estandarizadas para que la fotografía y los viajes sean una forma de entender y celebrar nuestras diferencias y similitudes», escribe Iturbide en la pared, a modo de poética.
A Iturbide le interesan los pájaros, quizás porque miran como privilegiados y pueden estar solos cuando quieren. En una de sus fotografías, ‘Ojos para volar’, vemos a una mujer que se tapa los ojos con lo que parecen dos gorriones. «En mi tierra sembraré pájaros», soñó una noche. Y no mentía.
En 2004, le permitieron retratar el baño de Frida Kahlo en la Casa Azul, cerrado durante más de cincuenta años. Allí documentó los instrumentos de su tortura: la bata del hospital, las muletas, los corsés, las prótesis, los medicamentos. Esta serie es su retrato más crudo.