Desde que el Tribunal Supremo confirmó las sentencias de instancia y certificó que las pinturas murales de Sijena son propiedad de la comunidad religiosa sijenense y deben retornar al monasterio, ha habido un sinfín de pronunciamientos sobre la ejecución de la resolución judicial. Son conocidos los argumentos legales referidos a la propiedad de los bienes y los argumentos políticos utilizados desde posiciones nacionalistas. Mi intención aquí es dejar al lado unos y otros para centrarme en un análisis técnico, si se me permite el adjetivo, desde la perspectiva del patrimonio cultural. Y para ello, quiero introducir dos elementos que, de manera muy representativa, han estado ausentes del debate: el espacio y la memoria democrática.

Partamos de la base de que toda obra de arte posee, entre otras cosas, materia, forma, color y espacio, de modo que su buena conservación depende del mantenimiento correcto de estos elementos constituyentes y de modo que su deterioro puede venir dado por la sustracción de cualquiera de ellos. Sin embargo, la cultura museística de los siglos XIX y XX se ha caracterizado por una concepción de la obra de arte como objeto autónomo, y por tanto indiferente al contexto social y arquitectónico en que se originó y conservó. Esta concepción tiene raíces de diverso tipo, relacionadas con el desarrollo de la historia del arte y de la noción de patrimonio, pero también con las necesidades capitalistas de los procesos de mercantilización y colonización, que requerían de la posibilidad de modificar libérrimamente el espacio de las obras para que los bienes pudieran ser movidos y, por tanto, vendidos y apropiados. Es hora ya de replantear la situación y optar por posturas menos coloniales, más avanzadas, más sensibles y, me atrevería a decir, más justas. Posturas que, sin despreciar lo mejor de la cultura museística de forja decimonónica, añadan respeto por el espacio de los bienes.

No solo se mantienen dañadas las pinturas si se les niega su espacio, sino también su espacio si se le niegan las pinturas

Si bien todos los bienes arquitectónicos, escultóricos o pictóricos poseen una dimensión espacial, es verdad que en algunos casos esta puede ser relativizada en ciertos aspectos. Pero no ocurre así en aquellas obras que han sido concebidas para un espacio concreto, en un lugar concreto, de acuerdo con sus más íntimas características arquitectónicas y ambientales, como sucede con las pinturas murales. En este último caso, la dimensión espacial de la pintura es fundamental.

A las pinturas murales de Sijena se les sustrajo en 1936 parte de su materia, de su color y de su espacio. La materia y el color perdidos por la obra no pueden recuperarse sin afectar a su autenticidad (que es otro elemento del patrimonio que merece protección), pero no sucede lo mismo con el espacio. Al contrario: las pinturas murales pueden recuperar (quizá nunca totalmente) su espacio y su lugar, las coordenadas en que se originaron y se manifestaron históricamente; aquellas a las que su sentido está íntimamente ligado. Por ello, si se analiza solo desde un punto de vista técnico la cuestión planteada por las sentencias sobre las pinturas murales, deben valorarse los riesgos que el cumplimiento o incumplimiento de las sentencias tendrían para la obra de arte y, en consecuencia, para sus diferentes dimensiones: la material, la cromática y la espacial. Porque para analizar los riesgos y los daños a que puede ser sometido el bien, deben considerarse aquellos causados por la pérdida de la materia, del color, y del espacio original, no solo por las dos primeras. 

Analicemos la cuestión concreta del traslado de las pinturas, por tanto, desde un punto de vista exclusivamente patrimonial. Trasladar las pinturas puede suponer para ellas una serie de riesgos, que pueden minimizarse gracias a las técnicas de protección del patrimonio cultural, pero nunca pueden negarse completamente. No trasladarlas, por otra parte, significa no restituirles su espacio, lo que también las daña profundamente, si no se consideran estrechamente como un objeto autónomo, sino como lo que son: parte intrínseca de un bien cultural. Y no solo se mantienen dañadas las pinturas si se les niega su espacio, sino también su espacio si se le niegan las pinturas. Espacio que es, recordémoslo, un conjunto arquitectónico de gran importancia.

Ante esta situación contradictoria (desde el punto de vista de la conservación del patrimonio, insisto), es necesario hacer lo que se hace normalmente cuando se toman decisiones respecto a un bien cultural: ponderar los riesgos y la utilidad pública de toda acción. Efectivamente, cuando una obra de arte se traslada, se somete a una serie de riesgos que se ponderan en relación con el objetivo de la operación (su restauración, su exhibición ante un público diferente, etc.). También la exposición de un bien en un museo entraña ciertos riesgos: por ejemplo, al estar al alcance de la mano, las pinturas corren un mayor riesgo de ser dañadas por el lanzamiento de un objeto que si no estuvieran expuestas. Pero se pondera el riesgo, que se minimiza con las medidas oportunas, con el fin de lograr una utilidad pública. No tendría sentido mover las pinturas (total o fragmentariamente), con las amenazas asociadas, simplemente para que sean expuestas (como sucedió en el pasado con fragmentos que fueron trasladados por el MNAC a Londres o Nueva York), pero sí lo tendría si una reforma del edificio del museo aconsejase retirarlas para protegerlas de las obras. De igual modo, me parece claro que sí que tiene sentido hacerlo para que cese el daño que les causa el haber perdido su espacio y lugar originales. Resulta la opción más razonable en esta situación, vista desde el punto de vista estrictamente patrimonial: puesto que no pueden recuperar su materia y su color, pero sí su espacio y su lugar, permitir que recuperen esto último minimizando los riesgos existentes (en el museo, en el traslado y en el monasterio) para que dicha recuperación se haga sin que sufran su materia y su color. Solo si no hubiera manera ninguna de minimizar razonablemente el riesgo, de modo que fuese inexorable un perjuicio significativo en la materia o el color, sería razonable prolongar el notable daño que las pinturas sufren actualmente en su dimensión espacial.

Ya que suele utilizarse como ejemplo, pongamos el caso del Guernica: el Estado no lo mueve para una exposición, pero sí lo movió (y lo volvería a mover, que no quepa duda) para traerlo a España. Porque los riesgos pueden ser los mismos, pero no es la misma la utilidad del objetivo. No es lo mismo que el cuadro se pueda ver unos meses fuera de Madrid que que regrese al país que lo encargó y de cuya última guerra es símbolo. También el MNAC llevaría las pinturas de Sijena al museo, que tampoco se dude, si estas fueran suyas y estuvieran en el extranjero. 

Del mismo modo que se ha venido despreciando el espacio, se han obviado también en este caso los más elementales principios de la memoria democrática, vinculada a la noción de justicia transicional, que proclama como preceptos esenciales la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición. En lo que atañe al patrimonio cultural, esto puede traducirse fácilmente en la necesidad de reparar los atentados contra el patrimonio sufridos en periodo bélico por los bienes de una comunidad. Aunque no es posible desarrollarlo extensamente, me parece obvio que una política de memoria democrática debería llevar a la reparación del daño de guerra causado en Sijena, lo que es incompatible con no devolverle los bienes que salieron como consecuencia del conflicto. Otro elemento debe ser protegido en esta historia: la memoria de las personas e instituciones democráticas que defendieron el patrimonio sijenense, como la Generalitat de Cataluña. Proteger esa memoria significa incorporarla al discurso público en relación con el monasterio, pero también facilitar que la operación pueda interpretarse en clave de salvaguardia, sin sombra de expolio. Las intenciones de quienes entonces intervinieron en el salvamento de las pinturas fueron las que fueron y nada hoy puede modificarlas. Pero, en cambio, el final de esta historia sí que puede cambiar la lectura que haga la posteridad. Si la Generalitat que las retiró las retiene, habrá quien pueda defender que el objetivo del salvamento era la apropiación. Si no las retiene, esa lectura quedará dificultada y se abrirá la puerta, por el contrario, a que por todos se reconozca el desinterés con el que la Generalitat actuó para salvar una pieza capital del arte medieval hispánico.

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Carlos Bitrián Varea es doctor en Teoría e Historia de la Arquitectura por la Universitat Politècnica de Catalunya.

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