Adyacente a la Feria de Otoño salió el número 49 de (T)ORO, revista de los abonados de Las Ventas editada por el Departamento de Comunicación de Plaza 1, concesionaria del coso en los últimos tiempos, que la aprovecha para dar bombo a su actividad taurina y a la profesional de un negociante turístico miembro de la UTE.

Al margen de sus tintes triunfalistas y mercantilistas, la publicación recoge entrevistas a gente de metas intelectuales y socioculturales, incluyendo esta vez la de José Mercé, apellidado Soto —es pariente de Paula—, que empezó siendo el niño de la Mercé por nacer en la calle de la Merced del barrio de Santiago en Jerez, rompiendo lo de niño en José ya mayor. Un cantaor afincado en Madrid desde los trece, que ha recibido el distintivo estrella de la Comunidad, la Gran Cruz de la Orden del Dos de Mayo, como embajador mundial del cante flamenco.

El Debate (asistido por IA)

Lucas Pérez lo interroga sobre cuestiones varias. De sus opiniones me interesa lo que no comparto o merece matizaciones, escogiendo de primeras su tajante respuesta a si en los toros el arte está por encima de todo: «Por supuesto. Yo gladiadores, no quiero. Me gusta el toreo de arte. Me gusta ver dos capotazos y dos muletazos bien dados. Y se acabó. Ninguna pelea del toro con el torero. No, no, no, gladiadores no».

Discrepo de la contundencia de Soto. El arte en los toros es ingrediente relativamente moderno dentro de su discurrir milenario, sin enraizar en el atavismo de burlarlos para apresarlos y sacrificarlos con mañas y valor. Si en los toros el arte fuera determinante, no se justificarían estoques, puyas y banderillas. Y tampoco la polémica de crueldad versus tradición, porque esos toros artistas (¿patente Domecq?) podrían capearse con o sin formato cruento, acudiendo a soluciones intermedias entre permisión y prohibición según derramen o no su sangre en público.

De siempre hubo animales amaestrados para colaborar con el hombre en habilidades y actividades útiles o curiosas, pudiendo la extrema docilidad volverlos capaces de algo artístico por sí solos. Aunque resulte muy bello, no es hazaña excepcional danzar con irracionales criados para entrar ciegos al trapo y seguir las telas sin reparar en quien las porta. Y está claro que a esos no se precisa matarlos —ni picarlos y banderillearlos— si dejan la dehesa troquelados para una exhibición de alianza, no de pugna, con el humano. Excepcional es doblegar sin armas a fieras bravas.

Los toreros de magia me cautivan igual que a todo el mundo. Es primoroso contemplar a esos capoteros y muleteros que ensalza el entrevistado, pero no pueden eclipsar la legión de matadores incapaces de una refinada obra estética, aunque estén dispuestos a lidiar reses de toda condición cuantas veces se las echen, por dominar el «arte dinámico de burlar al toro» (Fernández Román), bregándolo hasta rendirlo y apuntillarlo. El toreo reducido a arte angélico, al no necesitar muerte, tampoco requiere protección ni levanta polémica. Pero carece de la ritualidad del sometimiento y el poderío. Más aún de la gesta. Y no digamos de la heroicidad. Priva de médula a las ceremonias sin confrontación. De ahí que la crónica de Amorós del 3 de octubre desapruebe la censura a la Feria de San Miguel por exigente: «¡Como si un toro bravo no tuviera que serlo!». Invoca a Paco Camino —ningún donnadie en esto—, a quien lidiar le parece lo más difícil, porque a un toro adecuado cualquier joven le da pases bonitos; y sin titubeos en cuanto a matar: «una gran faena merece una gran estocada». El arte no es de tradición ancestral en los toros. Ni encarna el quid del toreo, que se fundamenta en estoquear a ley toros bien corridos en el anillo de un recinto reglamentario.

En La Voz de la Afición número 64, repartido también durante la Feria de Otoño, el presidente de la editora, Asociación El Toro de Madrid, critica la «indultitis» por ser la fiesta de los toros, antes que nada, una celebración de la bravura y la integridad del toro, enfrentándose en el ruedo la casta del animal a la maestría del torero, contienda que encierra la esencia de la tauromaquia constituyendo su filosofía que la corrida sea «un rito trágico donde la muerte del toro en la arena no es accidente, sino elemento central y definitorio; no es crueldad, es justicia y culminación». Algo bien distante, si no opuesto, a lo que sostiene Mercé defendiendo un burel que el torero llama y viene dócil, atiende los toques, puede torearlo y le pega tres muletazos como Dios manda. «Luego ya… que lo mate o no… ¡Que lo maten en Hipercor!» (sic). Nada de ello bendice ningún taurino legal, amén de contradecirse él mismo elogiando al Camino lidiador de un manso modélico en Madrid. ¿En qué quedamos?

El toreo, la tauromaquia o simplemente los toros no se reducen a un arte plástico sublime, aunque el espectador espere cada tarde su advenimiento, cual rara avis visible muy de cuando en cuando. Tan de ciento en viento que el brillante lingüista exdirector de la RAE, Lázaro Carreter, abandonó los toros «por ofrecer solo relámpagos de belleza». Y otro ilustrísimo taurófilo, Gonzalo Santonja, respondía en 2009 a Laura Tenorio que «a lo largo de los años un aficionado llega a ver como mucho siete u ocho faenas grandes».

No dispongo de espacio para lo demás que desearía comentar. Una pena. Únicamente añado un remate: aduce el protagonista que le cantaría a Morante, Talavante, Urdiales, Manzanares, Aguado, Ortega… Mejor que no lo haga a nadie. Con la música taurina basta; y en Las Ventas hasta sin ella. El cante jondo y el arte de torear, como cada arte, tienen sus terrenos. Superponerlos es embarrarlos. Tomen nota los recalcitrantes musicólogos de «Tendido cero». Nos tienen saturados.

  • Eduardo Coca Vita es abonado de andanada 3 en Las Ventas