El forjador del rock urbano español lleva años refugiado en un pueblo de la comarca Odra-Pisuerga. Y tan feliz.
Lo primero que te planteas al escribir sobre Rosendo Mercado es si debes mencionar el nombre del pueblo burgalés donde reside. Cuando le visité allí, él me pidió que me lo reservase… pero ahora veo que aparece hasta en Wikipedia. De todos modos, me lo callo: baste con saber que es la localidad de origen de su compañera, Esther García.
Tendemos a cuidar al Rosen. Por su bondad innata, su honestidad, su sentido de la lealtad. Se trata de un tipo querible, incluso dejando aparte su música. Y eso que en el rock español ocupa un lugar único. Conecta con los duros orígenes de los años setenta, cuando los conjunteros madrileños se batían el cobre en las duras discotecas del Toledo rural. También potenciaba su credibilidad el haber sufrido las garras de la industria: para poder grabar en solitario, debió renunciar en favor de la compañía Zafiro a todos los derechos de su popular grupo anterior, Leño.
En los inicios, Rosendo parecía militar disciplinadamente en los batallones del rock urbano, con su himno anticapitalino, Este Madrid. Debido en buena parte a la demagogia de su protector, el locutor Vicente Mariscal Romero, que les acogía en su sello Chapa, estos músicos se mostraban muy beligerantes ante los grupos pop de la nueva ola, luego inmortalizada como Movida, que emergió en 1980. A primera vista, Rosendo, criado en el proletario barrio de Carabanchel, nada tenía que ver con aquellos jóvenes zascandiles, en su mayoría procedentes de la clase media. Era un tipo baqueteado, no solo por haber soportado los rigores del circuito toledano: le tocó hacer el servicio militar en el Sahara, en los días de la Marcha Verde. Pero…
Aunque aureolado por el resplandor de los supervivientes, tenía los oídos bien abiertos. Así, escandalizaba a los fundamentalistas al manifestar su fascinación por The Cars, el grupo de Boston que integraba el sintetizador en su power pop. No se planteaba el dilema de si las independientes eran moralmente superiores a las multinacionales. En solitario, Rosendo ha peregrinado por diferentes compañías -RCA, Twins, DRO, Warner- en busca de acomodo para sus necesidades creativas. Dotado de un vocabulario rico, donde convive lo coloquial con el castellano viejo, factura canciones genéricas que señalan vicios y pecadores. No se eximía a sí mismo de las críticas: en «A veces cuesta llegar al estribillo» retrata el doloroso proceso de crear. Lo suyo, eh, no eran las canciones de amor: prefería las declaraciones orgullosas, tipo Maneras de vivir o Loco por incordiar, inevitablemente convertidas en himnos para el canto colectivo.
A pesar de ser adorado, carece de ambiciones mesiánicas. Se sabe inspirador de un modo de hacer rock, que prendió especialmente en el norte de la península, pero no quiere un reconocimiento particular; de hecho, manifestaba incomodidad cuando se le concedía la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes o le dedicaban calles. Uno imagina que se sentía más a gusto con la perspectiva de aventuras como tocar en México, Londres o, caramba, en Australia. Aunque luego se agobiara: en su último tramo de directos, debió consultar a especialistas.
Con todo, no se ha jubilado. Conserva en Madrid su local de ensayo, con todo el equipo necesario para girar (de hecho, en su casa burgalesa cuenta con un espléndido estudio de grabación). Le llegan sustanciosas ofertas para actuar, que de momento no atiende («ya he dejado de pedalear»). Hay consuelo: lleva años escribiendo sus memorias. Un proyecto que mereceríamos ver en las librerías, para poder entender cabalmente la epopeya de su generación.