Hay que tener suerte hasta para llamar La suerte a una serie. O quizá haya que confiar en el azar, que es otra forma de fe, la más desesperada y acaso la más humana. Pablo Guerrero y Paco Plaza —el mismo cineasta que filmó los terrores viscosos de REC— se han puesto ahora a juguetear con los milagros cotidianos, con las casualidades que parecen inocentes, pero que revisten la obstinación del destino. Y lo ha hecho desde el ruedo. O mejor dicho: desde el ruedo simbólico de un país que todavía no sabe si avergonzarse o reconocerse en el reflejo taurino.

La serie arranca con un encuentro improbable. Ricardo Gómez interpreta a David, un estudiante de leyes, un taxista frágil, más acostumbrado al atasco que a la épica, que se cruza por accidente con un torero caído en desgracia —Óscar Jaenada, que ha nacido para el gesto de la fatalidad—. El Maestro, como le llaman, vive entre la nostalgia de la gloria y el rastro del fracaso. Y esa grieta es el territorio más fértil para la literatura, o para la televisión que se atreve a serlo.

El argumento podría resumirse como un viaje iniciático en coche: un road trip que serpentea por las carreteras secundarias de España y por las emociones de dos hombres opuestos. Pero no es la trama lo que importa, sino la química entre la derrota y la ternura. Lo que hacen Plaza y Guerrero no es contar una historia de toros, sino filmar la melancolía de un país que todavía sueña con tener héroes.

Y sin embargo, La suerte es mucho más que una historia bien contada. Es un experimento visual y narrativo donde sus artífices ensayan lenguajes, estilos y atmósferas como si estuvieran toreando con la cámara. La serie se atreve con un lenguaje expresionista, con caricaturas que rozan lo grotesco, con guiños surrealistas que funcionan como desahogos poéticos más que como ocurrencias. Los personajes secundarios parecen dibujados por Goya después de ver a Berlanga: criaturas de feria, supersticiosas, devotas de una liturgia donde lo religioso y lo popular se confunden.

Lo que hacen Plaza y Guerrero no es contar una historia de toros, sino filmar la melancolía de un país que todavía sueña con tener héroes

Ese fervor litúrgico impregna toda la obra. No solo en el mundo taurino —con sus misas al amanecer, sus velas y sus silencios de capilla—, sino en la propia puesta en escena, que asume la misa como género cinematográfico. Plaza y Guerrero filman con devoción, con ese temblor reverente de quien sabe que lo sagrado puede aparecer en los lugares más insospechados: en un hotel de carretera, en un tentadero o en la mirada cansada de un torero que ya no se cree su propio mito.

El mejor ejemplo de esa audacia estética llega en un episodio rodado en blanco y negro y en formato cuadrado, una suerte de divertimento noir que funciona como homenaje y parodia al mismo tiempo. El Maestro se enfrenta al esnobismo de un cineasta catalán que pretende retratarlo como una reliquia exótica, una postal antropológica. Plaza y Guerrero juegan entonces con el espejo deformante del arte contemporáneo y, de paso, se permiten una ironía cinéfila: la escena parece un guiño directo (y sarcástico) a Tardes de soledad, esa premiadísima película de Albert Serra que convirtió la sangre y la ferocidad en materia de culto.

El episodio, además de brillante, tiene algo de ajuste de cuentas: el torero frente al artista, el hombre que se juega la vida frente al que se limita a representarla. Y en ese duelo silencioso hay una intuición poderosa: la tauromaquia empieza a normalizarse en la parrilla audiovisual, a salir del tabú y del ostracismo donde había sido confinada. Que una plataforma como Disney+ estrene una serie de toros sin disfrazarla de polémica ni esconderla bajo eufemismos significa que algo está cambiando. Que el asunto vuelve a circular, sin necesidad de pedir perdón, como si la cultura se reconciliara discretamente con una de sus metáforas más profundas.

El humor, aquí, es la coartada pero no el propósito. La serie se alimenta de esa ironía que no busca la carcajada, sino la sonrisa torcida, la que nace del reconocimiento. Paco Plaza maneja los silencios con la misma precisión que los sobresaltos en sus películas de terror. Sabe que el espectador teme más a la ternura que al miedo. Y que una mirada sostenida entre dos desconocidos puede decir más que un golpe de efecto.

En ese sentido, La suerte es profundamente española, aunque no tanto por sus plazas de toros o sus tabernas, o por el escenario irresistible de Benidorm sino por la dignidad del perdedor. España, como el Maestro, vive instalada en la épica de la ruina, en la obstinación de resucitar una y otra vez. No hay mejor metáfora que la del torero que vuelve al ruedo sabiendo que no volverá a ser el mismo.

Los secundarios parecen dibujados por Goya después de ver a Berlanga: criaturas de feria

Óscar Jaenada hace de sí mismo, en el mejor sentido. Ese rostro de estatua rota, esa voz que parece llegar desde un eco andaluz antiguo, le bastan para componer un personaje que no necesita justificación. Y Ricardo Gómez, más silencioso, más pudoroso, sostiene la historia desde la incredulidad del hombre común. Son la extraña pareja de un país dividido entre la fe y la rutina.

Y son los protagonistas del mano a mano, aunque la paradoja más fascinante del reparto consiste en que el actor, Jaenada, hace de torero. Y el torero de verdad, Óscar Higares, hace de actor con la solvencia de otras experiencias y «acepta» desempeñarse como mozo de espadas y como hermano protector del Maestro.

Lo extraordinario de La suerte es su capacidad para reconciliar lo imposible. El mundo taurino, ese universo proscrito, reaparece aquí sin exaltación ni condena, como un decorado de humanidad. Plaza y Guerrero filman la tauromaquia no como espectáculo, sino como síntesis de la vida: un ritual donde la belleza y la muerte se dan la mano. Y lo hace sin aspavientos, con una delicadeza que desconcierta incluso a los enemigos del tema.

Foto: oscar-jaenada-ricardo-gomez-la-suerte-entrevista

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Al final, La suerte no va de toros ni de viajes ni de milagros. Va de esa fatalidad que nos hermana: el azar de estar vivos, de cruzarnos con alguien que nos cambia la mirada, de sobrevivir a los propios naufragios. En su aparente ligereza, hay algo de redención. Como si cada episodio fuera una corrida simbólica, una forma de ponerse delante del toro invisible de la vida y esperar, con el corazón encogido, a ver si esta vez suena la música.

Y suena. Porque La suerte es una de esas rarezas que reconcilian el alma con la pantalla. No por lo que cuenta, sino por cómo lo mira. Con ternura, con ironía, con una dignidad casi torera. Con la sensación de que, a veces, la suerte no se tiene. Se provoca.