Para la revista Time es «incendiaria». En Salon la definen como «una de las películas más provocadoras del año», mientras que en NSS Mag utilizan adjetivos como «incómoda» o «ambigua» según hablen del guion o de las cualidades de la imagen. Para la crítica, Caza de brujas es una película difícil de clasificar, que bien puede agruparse con el resto de narrativas que canalizan las experiencias y las conversaciones surgidas a raíz del #MeToo o que puede leerse como una historia reaccionaria, que se suma a la ola antifeminista de los últimos años.

Los elementos que introducen confusión para estos analistas parecen ser la caracterización de los personajes femeninos, el uso naturalista del diálogo y la ausencia de un flashback que nos permita ver qué exactamente es lo que sucedió en la habitación de Maggie. Caza de brujas se narra desde la perspectiva de Alma Imhoff, una profesora de filosofía interpretada por Julia Roberts cuyo narcisismo resulta clave en las diferentes relaciones interpersonales que establece. 

Frente a ella encontramos a Ayo Edebiri interpretando a una estudiante tan mediocre como privilegiada a la que, bajo la cruel mirada de Alma, es fácil percibir como irritante. Aquí no es que tengamos a una «víctima imperfecta» o a una que no se ajusta al comportamiento que esperamos en una situación como esa, sino que encontramos a un personaje por momentos detestable, que parece encontrar confort en una atención pública que Alma rechaza por sistema.

A nivel de diálogo, es evidente que el guion de Nora Garrett se mueve a contracorriente dentro de las tendencias actuales. Mientras que el cine contemporáneo muestra una preferencia muy fuerte por los diálogos explícitos y por subrayar sus ideas a través de un «monólogo de la verdad» con tintes teatrales, capaz de reivindicar a sus héroes y condenar a sus villanos, en Caza de brujas se dicen constantes unas mentiras que solo la imagen es capaz de enfrentar.

El personaje de Julia Roberts, por ejemplo, defiende forma apasionada todo tipo de ideas erróneas —como que los jóvenes actuales no saben cómo lidiar con realidad— sin que nadie le plante nunca cara de forma explícita. Solo cuando entendemos el enorme precio que ella está pagando por poder esconderlo todo, por vivir en esa comodidad que tanto rechaza, podemos percibir los fallos en su lógica y simpatizar con los aquellos que criticaba.

Aunque Caza de brujas nunca da la razón a su audiencia; nunca encuadra a sus personajes diciendo de forma directa qué es exactamente lo que ha pasado y qué es, por tanto, lo correcto, sí que comunica a nivel de imagen cómo deberíamos sentirnos al respecto. Cuando conocemos a Hank, el profesor de filosofía que abusa de Maggie, lo encontramos sentado en un sofá ajeno ocupando todo el espacio posible y tonteando con Alma frente a su marido como si la casa le perteneciera. 

Los argumentos que usa en su defensa, como él mismo destaca, son los mismos que usan los machistas y, cuando lo vemos comer, el hambre lo domina de una manera desagradable. Es por eso que la historia no necesita flashbacks. Caza de brujas no es un thriller; no pretende resolver un misterio, ni sostener ningún tipo de duda sobre la culpabilidad de Andrew Garfield. Es culpable y Garrett cree que no deberíamos necesitar verlo.

La propuesta de Guadagnino está más cerca de Ellas hablan que de Al descubierto o La duda. La trama no plantea una investigación llena de matices sino el estudio de un personaje que sabe qué es lo correcto pero no puede aceptarlo porque eso tendría unas consecuencias funestas en la imagen que tiene de sí misma. 

También lidia con las consecuencias de la violencia sexual, mostrando que, lejos de ser un crimen individual, afecta a toda la sociedad. Y, sin embargo, en la película de Sarah Polley sí que vemos los crímenes. Mientras las protagonistas cuentan sus vivencias, la imagen las respalda enseñándonos cómo sus vecinos las drogan, las agreden y las maltratan. 

Caza de brujas huye de eso. Tal y como sucede en la realidad, la película nos obliga a dar un salto de fe, a creer en los testimonios de las mujeres por convicción y no como último recurso. Precisamente por eso, tiene tanto sentido la sensación de incomodidad.

Incomodidad colectiva e incomodidad individual

En el contexto de la crítica y el análisis cultural, la incomodidad es un sentimiento colectivo, valioso por su potencial para oponerse al poder y, en consecuencia, hacer pensar a la sociedad. Quizás el ejemplo más ilustrativo del concepto lo encontramos en Fuente, la conocida obra que Marcel Duchamp presentó (usando a una amiga como intermediaria) en 1917 a la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes. 

Aunque las bases de la muestra dejaban claro que todas las obras enviadas serían expuestas, la Sociedad decidió retirar el urinal firmado de Duchamp, cambiando para siempre la historia del arte. La clave está en la ausencia.

Al excluir Fuente, la Sociedad estaba lanzando un comunicado sobre la naturaleza del arte que los alineaba de forma inconsciente con las aproximaciones más conservadoras del momento. Como dejaron claro, la irreverencia, el humor o la ironía no tenían espacio en su muestra y, como consecuencia, muchos vanguardistas los rechazaron.

Y en este sentido Caza de brujas sí que parece una película incómoda. Estrenada cuando los ataques reaccionarios contra el feminismo se encuentran en su máximo apogeo y el #MeToo se lee como un fracaso que no ha tenido las consecuencias esperadas, la película de Garrett y Guadagnino se reafirma en unas ideas básicas que ahora parecen más necesarias que nunca. 

La de que hay que creer a las mujeres, la de que hay que reaccionar de forma contundente contra los abusos y la de que hay que entender la violencia de género como algo que se produce contra las mujeres por el hecho de ser mujeres, es decir, como un tipo de violencia que actúa de forma transversal, más allá de los supuestos privilegios que identifiquemos en las víctimas. La película fija estas tres ideas, no cuando están plenamente aceptadas entre la sociedad sino cuando muchas de ellas están siendo puestas en duda junto con algunos de los derechos que considerábamos fundamentales.

Pero cuando la crítica acusa a Caza de brujas de ser incómoda no lo hace desde el punto de vista artístico-cultural sino desde el individual, mucho menos valioso en este contexto. La argumentación pasa por señalar una supuesta ambigüedad que no es otra cosa que un fiel reflejo de la realidad. Porque por mucho que nos imaginemos como héroes del feminismo que no dudaríamos ni un sólo segundo en asegurarle a nuestra amiga que la creemos sin ambages, la verdad es que ese tipo de certezas solo se pueden tener un contexto vacío

Como explica la filósofa Manon García en su ensayo Vivir con los hombres, el incesto es un delito repudiado socialmente que, sin embargo, está mucho más extendido de lo que podríamos pensar. Uno de los muchos motivos para ello es que cuando las victimas pronuncian acusaciones contra familiares cercanos y personas queridas, la incomodidad individual genera duda (en la vida real raramente hay imágenes incuestionables del delito) y la duda lleva a la inacción y la inmovilidad.

La incomodidad individual es un tema central en la película, no sólo porque Alma sostenga de forma muy vocal que los jóvenes de ahora sólo quieren vivir en una confortable burbuja sino porque su reacción a la noticia de Maggie solo busca su propio bienestar. Desde el punto de vista lógico, aunque siempre con el egoísmo delante, a Alma le conviene apoyar a su alumna porque con el despido de Hank, ella tendría prácticamente garantizada la plaza fija en la universidad

De haberse dejado guiar por sus sentimientos, Alma podría haber apoyado a su amante a pesar de lo que esperaban de ella tanto Maggie como la sociedad. Pero, Alma no hace nada. Escoge el camino más cómodo, el más cobarde, aquel que no la obliga a replantearse nada sobre su propio pasado e identidad.

La provocación ya no vende entradas

«Luca Guadagnino quiere provocar nada más empezar Caza de brujas, en sus créditos iniciales«, escribe el periodista Alberto Corona en su crítica de la película. «Con un suave lecho instrumental de fondo, los rótulos que identifican a los artífices del nuevo film del cineasta italiano aparecen con tipografía Windsor Light Condensed sobre fondo negro. Es la tipografía que hemos aprendido a asociar a las películas de Woody Allen, y Guadagnino es perfectamente consciente». Corona define a Guadagnino como un director «juguetón» que, como fan de Allen, intenta que tengamos presente al neoyorkino y a las alegaciones contra él a pesar de que su caso y el de la película no tienen demasiadas similitudes.

A falta de una confirmación por parte del italiano, solo nos queda la interpretación personal. Los créditos a lo Woody Allen pueden tanto ser una provocación directa, como un homenaje, pasando por una distracción para los espectadores que, con ese inicio, pueden sentirse inclinados a ver a estos protagonistas como símiles de los de Allen —una élite culta y adinerada— antes que como los miserables que son realmente. Desde la distribuidora española parecen apostar por lo primero, optando por remitirnos al macartismo con la traducción del título en lugar de mantener la ambigüedad del original After the Hunt.

Sea cual sea la interpretación correcta, existen bastante consenso alrededor de la idea de que la provocación ha perdido totalmente su valor disruptivo en el contexto capitalista. Dentro de un sistema capaz de asimilar incluso las críticas mejor diseñadas para conseguir sacarles rédito económico, la provocación solo es una forma de hacer ruido

Como afirma Corona, es solo una estrategia de marketing. Pero quizás, en el caso de Caza de brujas esta estrategia no sea la más indicada. Guadagnino y Garrett firman una película llena de matices, un profundo estudio de personajes, en el que se reivindica el valor de permanecer activos en nuestros asientos. De ser espectadores abiertos al diálogo. De aprender a disfrutar del mejor tipo de incomodidad.