Alfred Barr Jr. consideraba que ciertos tipos de arte deberían resultar sencillos y reposados, cual un buen sillón, como diría Matisse, mientras que otros, por ejemplo, las obras de Picasso, nos desafían y estimulan. El director-fundador del MoMA, que trazó el diagrama … del arte moderno, buscaba no solamente lo placentero, sino que también reconocía que en todo el proceso de la cultura latía lo trágico.
En un texto, publicado en ‘The Magazine of Art’ en 1951, formuló con claridad las cuestiones que estaban en juego en 1907 entre esos dos creadores que encarnaban, por simplificarlo, la alegría de la existencia y el drama sombrío: ambos estaban tratando de modular la influencia de Cézanne, en un momento en el que el Fauvismo se desmantelaba y el Cubismo comenzaba a cristalizar.
Matisse asumió la libertad del taller de Moreau para pintar con colores brillantes y ‘antinaturales’ que escandalizaron al público a mediados de la primera década del siglo XX. El cuadro que tituló ‘Lujo, calma y voluptuosidad’ (1904) desconcertó a la mayoría, aunque Dufy sugirió que suponía una «revelación de las posibilidades del arte moderno», mientras que ‘La alegría de vivir’ que se presentó en el Salón de los Independientes de 1906 generó la máxima hostilidad.
Mientras Matisse se convertía en el indiscutido líder de los fauves, Picasso, con mayor fiereza todavía, pintaba ‘Las señoritas de Avignon’ que terminaría por estar largos años ‘condenado’ a la invisibilidad. El motivo cézanniano de ‘las bañistas’ estaba mutando en direcciones inquietantes, desde lo dionisiaco a lo prostibulario.
Pasión cromática
Lo platónico y lo extremadamente concreto del pintor obsesionado por el Mont Saint-Victoire junto al exotismo de Gauguin o la materialidad frenética y esencial de Van Gogh terminaron mezclandose en la pasión cromática de Matisse que, sin duda, fue muy admirado tanto en sus contemporáneos cuanto por aquellos que trataron de seguir desplegando el arte de pintar incluso «cuando las actitudes se convirtieron en formas».



Un antes y un después.
De arriba abajo, ‘Naturaleza muerta con bogavante’ (1909-1910), de Natalia Goncharova,; ‘Metamorfosis del violín’ (1920-1952), de Le Corbusier; y ‘Bizantina (Labios claros)’, de Alexej Von Jawlensky, oba de 1913
ABC
Así en la exposición ‘Chez Matisse»’, organizada con los ricos fondos del Centre Pompidou, podemos disfrutar de lo que llaman ‘legado’, un término desgastado de tan utilizado, con el que se quiere evitar la revisión de la cuestión de las influencias, con estupendas obras de Bonnard, Vlaminck, Van Dongen Braque, Derain, Nolde o un extraordinaria naturaleza muerta con candelabro, realizada en 1944 por Picasso junto a la que han colocado el cuadro ‘Fregadero con tomates’ (1951) de Françoise Guillot.
En 1948, un anciano Matisse hace explícita en una carta a Henry Clifford su preocupación ante la inconsecuencia de los ‘jóvenes pintores’ que pretenden componer solo con colores. Temía que su pintura fuera la puerta de entrada al ‘facilismo’ y que no se comprendiera que esa alegría de la primavera, la extraordinaria ligereza de su estética, surgía de «un lento y penoso trabajo» en el que había intentado «poseer la naturaleza». Recomienda, por tanto, adiestrarse en el dibujo en vez de entregarse a un gestualismo desordenado y subraya que «no hay que aproximarse al color como Pedro por su casa».
Clement Greenberg escribe en 1973, cuando su crítica dogmática estaba obsoleta, un revelador ensayo sobre la ‘influencia de Matisse’ en el que advierte que ese pintor se ha convertido en referencial para norteamericanos como Milton Avery o Hans Hoffmann; el sentido del color y el ‘toque’ del francés expandían una «hipersensitividad» manifiesta en creadores como Jules Olitski, pero, sobre todo, permitían quitar a lo decorativo el tono de descalificación.
Los cuadros de Barnett Newman que ejemplifican ese ‘legado’ en la exposición ‘Chez Matisse’ son particularmente desafortunados, como tampoco llegan a transmitir otra cosa que la sensación de epigonismo inercial las obras de Jean-Michel Meurice o Michel Parmentier, en vecindad con Daniel Buren el más aburrido de los ‘asesinos de la pintura’. Bastaría con recordar ‘Matisse de día, Matisse de noche’ (1988), de Carlos Alcolea, o tantas composiciones de Navarro Baldeweg para atisbar otras reverberaciones en las que el cromatismo sensual y el dibujo flexible son mucho más fecundos.

‘Chez Matisse. El legado de una nueva pintura’
Colectiva. CaixaFórum. Madrid. Paseo del Prado, 36. Comisaria: Aurélie Verdier. Organiza: Centre Pompidou de París. Hasta el 22 de febrero de 2026. Tres estrellas.
Apollinaire escribió que «cuando los fauves dejaron de rugir, no quedó nadie salvo pacíficos burócratas». Evocaba también un ‘pueblo desierto’, como si el confortable sillón de la pintura ya no ofreciera reposo a nadie o tan sólo sirviera de fetiche para cansinos artistas que pretendieron vivir de las rentas. Legatarios del impulso vital matissiano sin su ‘naturalidad’, abstraídos en un mundo sin pulso ni lo que más amaba el maestro: la luz.