Volver a casa nunca fue tan complicado. Lo que para cualquiera sería una simple caída controlada hacia el planeta, para un astronauta es una especie de reencuentro doloroso con la gravedad. El cuerpo humano cambia tanto en el espacio que, cuando regresa, debe volver a aprender a ser terrestre. Y lo más sorprendente es que cada organismo lo hace de una manera distinta.
El cuerpo que olvida su propio peso
© Unsplash – NASA.
En microgravedad, la biología se desorienta. Los músculos dejan de trabajar como lo harían en la Tierra, los huesos se desmineralizan y la sangre ya no fluye igual. Sin el constante tirón gravitacional, el cuerpo humano se relaja, se redistribuye, se transforma. Y cuando la cápsula toca el suelo, la realidad pesa literalmente toneladas.
La NASA explica que uno de los efectos más notorios es la pérdida de masa ósea: sin el esfuerzo de sostenerse, los huesos pueden perder hasta un 1 % de densidad por cada mes en órbita. Los músculos, en especial los de las piernas y la espalda, se debilitan a pesar de las rutinas diarias de ejercicio que los astronautas practican en la Estación Espacial Internacional. Por eso, la agencia exige al menos dos horas diarias de entrenamiento: correr atado a una cinta o levantar pesas simuladas con bandas de vacío para que el cuerpo no se rinda.
Pero lo más curioso ocurre en el equilibrio. Al regresar, muchos no logran caminar en línea recta, pierden la orientación al mover la cabeza o incluso sienten náuseas al mirar hacia abajo. En el espacio, su sistema vestibular —el que regula el sentido de la posición— se reprograma. Volver a la Tierra es obligarlo a resetearse.
El peso invisible de la gravedad
Las historias recientes de los astronautas son un catálogo de adaptaciones extremas. Jasmin Moghbeli, de la NASA, relató tras su regreso en 2024 que apenas podía sostener su cuello: la cabeza, tan ligera durante meses, se había vuelto una carga. Andreas Mogensen, de la Agencia Espacial Europea, confesó que era incapaz de caminar con los ojos cerrados, mientras que Satoshi Furukawa, de Japón, sufrió vértigo al intentar agacharse.
El estadounidense Frank Rubio, quien pasó 371 días en el espacio —un récord reciente—, describió la experiencia de volver como “una especie de renacimiento físico”: los pies dolían, la espalda ardía, los músculos temblaban al intentar mantener el equilibrio. Sin embargo, en pocas semanas, todo se normalizó. Su secreto: nunca dejó de entrenar, incluso cuando las misiones se extendieron más de lo previsto.
Lo fascinante, según la NASA, es que no hay dos regresos iguales. Cada cuerpo reacciona a su modo, cada sistema fisiológico se acomoda a un ritmo diferente. Y esa variabilidad es clave para el futuro de la exploración espacial.
La ciencia de volver a ser humano
© Unsplash – NASA.
Para entender estos procesos, la NASA creó el Human Research Program, un ambicioso proyecto que estudia la salud física y mental de los astronautas antes, durante y después de sus misiones. El objetivo es simple, aunque monumental: garantizar que el cuerpo humano pueda soportar estancias prolongadas en la Luna o Marte.
En laboratorios terrestres, como el centro alemán :envihab, los científicos simulan las condiciones del espacio con experimentos que parecen salidos de la ciencia ficción. Voluntarios pasan hasta 60 días acostados, con la cabeza inclinada, para reproducir el efecto de la microgravedad en los fluidos corporales. En otros estudios, se analiza cómo varían el sueño, la presión arterial y la percepción del tiempo.
Estos datos permiten diseñar protocolos médicos y rutinas personalizadas para cada astronauta. No se trata solo de sobrevivir, sino de aprender a prosperar fuera del planeta, donde la medicina, el ejercicio y la psicología se entrelazan en un delicado equilibrio biológico.
Más allá del regreso
Cada viaje espacial es una lección sobre lo que significa ser humano. En el espacio, el cuerpo olvida cómo caminar, cómo dormir o incluso cómo sentir el propio peso. Pero al regresar, redescubre todo eso.
Para la NASA, el desafío del futuro no será solo llegar más lejos, sino regresar más fuertes. Porque el verdadero límite de la exploración no está en el vacío del cosmos, sino en la capacidad del cuerpo para recordarnos, una y otra vez, que pertenecemos a la Tierra.