Al entrar una tarde en Vistalegre, le preguntó un periodista: «¿Cómo está usted, maestro?». Y el gitano le contestó un vaticinio: «Estoy bien, pero en cualquier momento me puedo caer de culo». La cabeza le ha estallado en su soleá de Jerez y … la quimera de Rafael Soto Moreno, el niño de la Paula, ha dado su último gemido de bronce. Se lleva a la tumba la quimera de la tauromaquia: la potencia indómita derrotada ante la fragilidad de un cuerpecito cogido con alfileres. El toreo es exactamente eso que representaban las rodillas siete veces rotas de Rafael: un huracán que no puede con una hojilla de papel. Una tromba amainando en ese capote que hace seis siglos trajeron los calés en una caravana. Parar el destino con un pañuelito y transformarlo en belleza. Parar la vida. Parar. Inmortalizar la muerte, que es el sanctasanctórum de la gitanería.
Paula le brindó el primer toro de la Monarquía Parlamentaria en Las Ventas a Juan Carlos I recién entronizado: «Va por usted, majestad, le deseo que tenga mucha suerte. Y ahora deséeme suerte usted a mí pa ver cómo escapo con este». La suerte es una pócima que está guardada en un arcón de la calle Cantarería de Jerez, donde una gitana con pololos plancha la Historia del Arte en un patio encajonado en un casco de bodega catedral. Ahí duerme el envés azul del cielo paulista, el cayo real que ha jugado siempre a cara y a cruz, a añil y pétalo de rosa, a cargar su propio ataúd con el tiempo pasándole por la safena, a bajar las manos y dar el pecho, a la cólera serena de la seguiriya. El percal de Rafael es una pavesa que torna el fuego en ceniza, un cataclismo turquesa en la tierra albariza, un grito por carcelera. Cuando Rafael toreaba quebrado, contra la naturaleza y contra el sentido común, era al mismo tiempo la gloria y la frustración, el temple infinito y el agujero negro del toro ‘Sedoso’, tal vez su obra maestra. Pies juntos. La sombra andando sola, milagro de la Merced del barrio de Santiago. En la venda de sus muñecas descoyuntadas, que son piezas de museo, tiembla el miedo de la trascendencia. Esa forma de esperar en desasosiego al toro, con el estilo por delante de la propia muleta, es un quejío de Manuel Torre, el otro majareta de las viñas, el otro palo cortado de la historia del arte andaluz. Los bodegueros de los jereles cuentan que el palo cortado es un vino que no se hace, que sucede. Paula ha sido siempre un suceso. Una esperanza. Porque toreaba como el Sordera: dando gritos al vacío. «Que le da, que se lo lleva…». Era la razón incorpórea. La andana más honda de la bodega. Ni fino ni amontillado. Misterio. Entre el toro y él sólo cabían dos puños, como el aire de una bota. Era una torre de Pisa a punto de caerse siempre, pero siempre de pie. Los dos talones en un lebrillo y la prisa con retraso. En esa composición desfiguraba la tragedia. Por eso no es artista sólo el que crea una obra propia. También lo es quien la entiende. El gitano que salió a los medios guiado por Carnicerito lo resumió una noche después de presentar un libro de su hijo Jesús en Sevilla. Cenando tranquilamente, montó una muleta con la servilleta y el cuchillo y se puso a explicar la verdad del toreo dejando a medias la tarta de galleta. «Esto es por aquí, esto es por allí». Curro Romero lo miraba sereno y asentía. Y entonces Rafael sentenció:
—Por eso en la historia ha habido muchos matadores con gracia torera,pero artistas,artistas de verdad, sólo ha habido tres: Cagancho, este señor (la mano sobre el hombro del Faraón) y mi menda lerenda.
Una vez le presentaron a Romero en Jerez a un cantaor bohemio, Luis de la Pica. Gitano de barbas espesas y alpargatas. La voz corta, las noches largas. Al darle la mano, Luis le dijo al de Camas: «Que conste que yo soy de Paula». La respuesta de Curro acaba con esta historia.
—Y yo también, Luis, y yo también.
Quién no lo es. Quién no se ha caído de culo al saber de su muerte. Quién no ha visto hoy el cielo turquesa como el capote de Rafael. «¡Échale de comer!», le gritaba Paula a Morante desde el callejón para que le cortase el rabo a Ligerito. En la palma de esa mano que tantas veces han leído las mujeres de su raza, y en la que hoy comemos todos, está ya trazada para siempre la suerte del toreo. En la bodega catedral de la historia, el patriarca de la cultura en la sangre le ha cruzado la tiza a la bota de los duendes.