Casi a modo de continuación de Eric, serie de Netflix con Benedict Cumberbatch escenificando a través de una criatura infantil los monstruos de su conciencia adulta, Esa cosa con alas, adaptada de la novela de Max Porter, es cine construido alrededor de una única metáfora visual, la del dolor de ese viudo tomando cuerpo en un cuervo al que en la versión original pone voz David Thewlis.

Tomando recursos del cine de terror y el thriller, la película de Dylan Southern trata de mostrar el tedio cotidiano del dolor y el duelo a través de recursos góticos, por mucho que se trate de un drama entregado a la representación de un estado de ánimo. Esa cosa con alas no trata de ocultar sus cartas, su expresar la pena a través del dolor, pero como artilugio cinematográfico de género se muestra infinitamente menos sofisticado que películas que operan de manera similar, como The Babadook o incluso la reciente Together.

Southern apuesta por una pieza de música de cámara íntima, doméstica, minimalista y construida en torno a un único actor, que naturalmente no encuentra dificultad alguna en dominar todo el relato. Pero a parte de la supremacía de Cumberbatch, no funciona ni resulta relevante la separación en capítulos en torno a los puntos de vista de los implicados, y sí los elementos más sinceros, menos pretenciosos del mismo, como ese recuerdo en el parque o el episodio final de la playa. Elementos sentimentales y lacrimógenos que no son precisamente alta ingeniería, pero que ilustran mejor que nada ese proceso mental teatralizado del viudo.

Esa cosa con alas es un voluntarioso y más que aceptable drama en clave fantástica sobre la depresión, la locura y el duelo. Se trata de emociones que la película transita de manera cómoda, usando el terror para sugerir su inevitabilidad, su extraña belleza pero, a la vez, el verdadero monstruo que viene tras ellas. No obstante, acusa su naturaleza casi teatral, viéndose superada por otras fantasías psicológicas menos evidentes, quedándose a medio camino de dos géneros.