Hay veces que la memoria conviene recordarla en vida, antes de que acabe y empiece a ser el último hueco por rellenar. Por eso, el gato de hoy no fue tigre, sino que lo es: Alberto García-Alix. El fotógrafo es un Madrid de esquina … a esquina. De todas sus fotos. De todas sus miradas; a veces sucia, otras bruta, primitiva, pero siempre tierna y sutil, aunque al mirarlas uno vea las cicatrices. Como si eso de hacer fotos fuera, más que un retrato, un instante quieto que no volverá.

Aunque naciera en León a mediados de los años cincuenta, Alberto García-Alix hizo de esta ciudad una excusa para toda su vida: un motivo para volver y, sobre todo, el fotomatón de los últimos cincuenta años. Siempre apuntando su objetivo a poetas, artistas, punks, amantes o náufragos; el retrato costumbrista de un puñado de personas que pasarían a la historia en blanco y negro, con una resaca de la que todavía no se han recuperado. García-Alix no hace de lo feo algo bonito: simplemente lo revela. Convierte cada retrato en un espejo que le devuelve al mundo lo que intenta esconder. Pero, al mismo tiempo, cada foto que hace quiere decir una frase, algo que siente y que se escapa del horizonte cuando levanta el dedo del botón de su cámara. Roba instantes. Y lo hace de una forma que se clava en los ojos de quienes los miran para no volver nunca más. Así va repartiendo un catálogo de personas reales que han construido toda una ciudad marcada por mitos y leyendas, aunque algunos se los haya inventado y otros no quieran ser del todo verdad.

García-Alix ruge como sus motos: esa pasión que lo ha llevado a recorrer el mundo a dos ruedas, con chaleco de cuero y botas de chúpame la punta. Si te descuidas, te pega un puntapié que se clava en el corazón cuando habla con esa voz rota, cansada de todo, excepto de seguir haciendo clic.

Cuando presenté ‘Vatio’, vino a arroparme, porque él fue testigo de todo: de cuando Polo Targo empezaba a pintar el camino que le dio la gana. Y es que Alberto ha visto y ha tratado, ha crujido y se ha salvado, porque lo bello para él era quedarse, y así seguir mirándolo todo. No hay redención para los que se salen del rebaño. Y, por todo eso, Alberto cree que la mejor fe es la de uno mismo, que aquí no hemos venido a ser de otros.

Ha expuesto en París, ganado en Londres y atesora medallas de oro en Bellas Artes, premios nacionales, y también fue el padre de Cascorro Factory junto a su inolvidable Ceesepe. Fundó Cabeza de Chorlito con su Freddy, y siempre le gustó superponer una imagen sobre otra, porque al final todos estamos hechos de varios yoes. Su trabajo en la Movida —como la apodó Umbral— fue el álbum de fotos de una época que hoy recuerda que dolió demasiado. Por eso, él siempre agarraba su Leica o su Hasselblad para recordarnos que estuvo allí, sin miedo a nada, pero con la burra arrancada por si acaso la cosa se ponía fea. Y tanto que se puso.

Alberto García-Alix es un artista de la materia, de la que se toca, porque todas sus imágenes son —abstractas o no— reales. Se ha atiborrado en Francia, se ha perdido en China, pero siempre ha vuelto a Madrid, su León de casa. Me cuesta pensar en un fotógrafo mejor. Quizá los que conozco sean una consecuencia de su trabajo, de su camino recorrido, de su vida expuesta. Y me gusta pensar que es así, porque Madrid y yo también somos de García-Alix.

Dijo alguna vez que no hacía fotos para recordar, sino para no olvidar. Puede que por ese motivo esta ciudad no le olvidará jamás. Por muy rápido que salga con la moto por la A-6. Por muy dentro que se esconda en su ‘loft’ madrileño, Alberto García-Alix decidió hace mucho tiempo que le encontraríamos en Madrid. Aún le quedan cosas por las que sorprenderse. Y a nosotros, queridos lectores, la suerte de tener entre los vivos a un gato que se hizo tigre para no dejar de rugir.