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Durante siglos, los astrónomos han asumido que el Sol no era único en su comportamiento, que otras estrellas también podrían desatar tormentas capaces de borrar mundos enteros. Pero nunca nadie había logrado registrar una eyección de masa coronal fuera de nuestro sistema solar. 

Hasta ahora. La responsable es StKM 1-1262, una enana roja que, a pesar de su tamaño modesto, ha demostrado una capacidad destructiva que eclipsa cualquier previsión. El hallazgo, publicado en la revista Nature, supone una revolución en la forma en la que entendemos la actividad estelar. 

Con la ayuda combinada del radiotelescopio europeo LOFAR y del observatorio espacial XMM-Newton de la Agencia Espacial Europea, un equipo internacional ha confirmado que esta estrella, ubicada a unos 40 años luz, lanzó una gigantesca nube de plasma magnetizado al espacio en un evento que, de haberse producido en nuestro vecindario, habría devastado cualquier planeta en sus cercanías.

Hace más de un siglo

La explosión detectada fue en realidad un eco del pasado: tuvo lugar en 1883, pero su luz no alcanzó la Tierra hasta 2016. Fue entonces cuando los científicos notaron la inusual emisión de ondas de radio, indicio claro de una eyección que había logrado atravesar el campo magnético de la estrella. 

Se trataba de una explosión estelar. Este tipo de señales solo se generan si el plasma ha conseguido liberarse completamente de la corona estelar, algo que, en términos astrofísicos, es como presenciar una erupción volcánica a escala cósmica.

Una vez identificado el fenómeno, el equipo se dedicó a desentrañar su dinámica. Utilizaron modelos desarrollados originalmente para estudiar el Sol, pero adaptados a las condiciones de esta estrella más pequeña y rotación más veloz. 

La comparación resultó inquietante: aunque tiene apenas la mitad de la masa solar, su campo magnético es 300 veces más intenso, y rota 20 veces más deprisa. Estas condiciones extremas hacen que las erupciones como la observada no solo sean posibles, sino frecuentes. El plasma expulsado en esta ocasión se desplazó a más de 2400 kilómetros por segundo, una velocidad equiparable a los eventos solares más extremos.

Red LOFAR

El descubrimiento no es fruto del azar. La red LOFAR, que recoge las frecuencias más bajas del firmamento, ha sido fundamental en el rastreo de estas señales evasivas. Sin una técnica específica desarrollada en el Observatorio de París para procesar los datos de forma simultánea, este fenómeno habría pasado inadvertido

La observación abre ahora la posibilidad de encontrar más eventos similares, e incluso de captar auroras en exoplanetas en longitudes de onda de radio.

Este hallazgo obliga a replantearse la habitabilidad en sistemas dominados por enanas rojas, precisamente las estrellas más abundantes de la galaxia y anfitrionas de la mayoría de los exoplanetas descubiertos hasta ahora. 

La persistencia de este tipo de erupciones podría barrer repetidamente la atmósfera de un planeta, reduciendo cualquier esperanza de vida a cenizas estériles. Para que un mundo albergue agua líquida necesita no solo estar en la llamada zona habitable, sino también conservar una atmósfera estable que actúe como escudo térmico. Sin ella, el planeta pierde el calor como un cuerpo sin piel.

Además del impacto en la astrobiología, el evento permite avanzar en la comprensión del clima espacial, un campo de estudio que ha cobrado relevancia ante la creciente dependencia humana de satélites y sistemas tecnológicos vulnerables a tormentas solares. 

El observatorio XMM-Newton, activo desde 1999, ha sido una herramienta crucial para analizar los ambientes más extremos del cosmos. Ahora, junto con LOFAR, está ayudando a registrar señales aún más sutiles que podrían estar relacionadas con procesos atmosféricos en mundos lejanos.