Todo lo que cabe en un sable de luzRay Stevenson y Rosario Dawson en Ahsoka, 2023. Imagen: Disney +.

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral Jot Down #52 «El siglo de las luces», ya disponible aquí.

Hokey religions and ancient weapons are no match for a good blaster at your side, kid. (Han Solo, Star Wars episode IV)

Crazy thing is, it’s true. The Force, the Jedi, all of it. It’s all true. (Han Solo, Star Wars episode VII)

Cuando Han Solo sentenció que «las religiones absurdas y las armas antiguas no son rival para un buen bláster, chaval», no solo regalaba una de las frases más memorables de Star Wars, sino que nos desafiaba, con su media sonrisita, a cuestionar la propia esencia simbólica de la saga. Vamos a admitirlo: todos soñamos alguna vez con empuñar un sable de luz, ese haz vibrante, mágico, hipnótico, capaz de iluminar la infancia más dolorosa y de hacer creer al adulto más escéptico que existe una galaxia muy, muy lejana. Hay algo profundamente evocador y casi ritualístico en esos haces de colores vivos que atraviesan la oscuridad como una danza de luciérnagas galácticas.

El sable láser es mucho más que una simple arma de space opera, es el tótem emocional de varias generaciones que terminaron aprendiendo película tras película, serie tras serie, que el bien y el mal son mucho más sutiles que el blanco y negro, aunque paradójicamente se definieran con un azul o rojo vibrante. Pocos objetos en la historia del cine han generado tal carga simbólica, filosófica y emocional hasta convertirse en emblemas que trascienden su origen ficticio y adquieren vida propia, transformándose en mitos contemporáneos que se pasan entre generaciones con el respeto y la solemnidad de un legado familiar.

Este legado toma cuerpo y forma en las siete formas clásicas de combate jedi, que simbolizan algo más profundo que meras técnicas marciales. Son diferentes maneras de entender el universo, metáforas de cómo afrontar la vida misma, el amor, el dolor, la belleza y la oscuridad. Acompañadme en este recorrido por las formas del combate jedi, y recordemos juntos por qué seguimos soñando con sables de luz, mientras sospechamos que, quizá, el sinvergüenza de Han Solo podía tener cierta razón.

Shii-Cho (Forma I): la inocencia perdida

Todo rito tiene su origen en una primera vez, en un chispazo inaugural. En este caso un destello azul eléctrico cuando vimos a un chaval de mirada cándida y túnica de lino galáctico empuñar por primera vez el arma que formaría parte de nuestras vidas. Un cilindro simple, metálico, casi vulgar, que en manos de un anciano que parecía haber hecho voto de ceño fruncido se convertía, con un susurro vibrante, en un prodigio de luz y color cuyo sonido hemos imitado todos y todas frente al espejo del pasillo, con la luz apagada y esa cara de concentración ridícula que mezcla trance místico y estreñimiento leve.

El sable láser es una cuestión de sinceridad radical, de pureza absoluta, una maravilla sin matices que no admite cinismos ni interpretaciones sesudas. Shii-Cho, la forma más sencilla de combate jedi, no busca refinamientos, técnicas sofisticadas ni elegancias coreografiadas; al contrario, abraza sin complejos la torpeza, la brusquedad y la imperfección, igual que cuando saltábamos en pijama sobre la cama, desenvainábamos una linterna o el palo de la escoba y nos lanzábamos en combates imposibles contra las sombras que acechaban entre los muebles del salón.

La Forma I es la inocencia de quien aún no sabe nada sobre el lado oscuro, o sea, la vida adulta, pero que intuye vagamente, a través del brillo de su espada imaginaria, que tal vez exista una justicia sencilla en algún lugar del universo, una justicia capaz de resolverlo todo con una estocada. Es la forma que nos recuerda que antes de cualquier polémica, antes del merchandising y antes de la infantilización de los debates sobre continuidad y canon, estuvimos ahí: criaturas de espada en mano, sin miedo a hacer el ridículo, convencidas de que un palo luminoso era más poderoso que cualquier miedo adulto.

Makashi (Forma II): el arte del postureo galáctico

Si Shii-Cho era la infancia, Makashi es la adolescencia petulante que se compra un abrigo largo y empieza a decir cosas como «soy un cronopio y tú mi Maga» para ver si moja. Es la forma refinada y elegante diseñada para el duelo uno contra uno, para la coreografía perfecta y el plano bien encuadrado. Es la forma que convierte al sable de luz en un instrumento de ballet homicida, donde lo importante no es tanto vencer como hacerlo con estilo, mirando de reojo al público y asegurándote de que la capa ondea como debe.

Makashi es Dooku en modo influencer esgrimista. Es ese conde al que le falta un cigarro largo y un gintonic en la otra mano mientras se enfrenta a dos jedi como si fuera otro martes en la oficina. Es el sable de luz como objeto de clase, como fetiche de la aristocracia intergaláctica: rotundo, curvado, casi sensual, como si el mango hubiera sido pergeñado por una compañía de juguetes eróticos con adicción al art déco. Pero detrás del barniz sofisticado hay una pulsión muy humana y galáctica por el espectáculo. Makashi es el estilo de quienes quieren ser recordados no por ganar, sino por dejar una silueta imborrable contra el fondo estrellado, el arte de matar con elegancia y salir en la portada del HoloTimes con la pose adecuada. El recordatorio de que incluso en el espacio profundo en medio de guerras de proporciones cósmicas hay sitio para el ego, el narcisismo, el exceso de estilo y la eterna pregunta: ¿me queda bien el sable con esta capa? Incluso cuando te juegas la vida hay formas mejores y peores de sujetar un sable de luz. Y Makashi, con su aire de fencing club para caballeros y damas con rencores eternos, es la prueba definitiva.

Soresu (Forma III): resistir es vencer

Aquí se abandona el ego, el arabesco, el glamur de la estocada con pose. Aquí se afianza el peso de la supervivencia. Soresu no es para brillar, es para resistir. Es el estilo de Obi-Wan Kenobi cuando ya ha enterrado a medio reparto y se ha resignado a ser el único adulto funcional en una saga poblada por adolescentes con traumas y complejos de salvador.

Soresu es contención y defensa y resistencia activa. El arte de desviar el chaparrón de disparos de bláster sin despeinarse y de bloquear las estocadas y golpes con la paciencia de quien ha aprendido, a base de amigos y maestros muertos, que a veces el mejor ataque es esconderse detrás del sable de luz y esperar a que el enemigo se canse. Los practicantes de Soresu no buscan el aplauso, sino la pausa. Y en ese repliegue, en ese esquivar sereno mientras los demás se retuercen en cucamonas imposibles, hay algo profundamente revolucionario: el jedi que no quiere molar, que no busca fama, que simplemente está ahí parapetado tras su torbellino de luz recordándonos que el verdadero poder no está en golpear más fuerte, sino en saber cuándo no hacerlo.

En tiempos de turbocapitalismo y autosuperación Soresu tiene algo de acto radical. Ser el jedi que aguanta, que no se lanza al barro ombliguista del espectáculo. Obi-Wan, en su madurez, representa esta forma como nadie, no tanto como un guerrero sino como un muro protector. Y no uno frío y distante, sino uno que acoge, que protege a otros, a la esperanza. Resistir, como nos enseñó Kenobi entre miradas graves y frases sentenciosas, también puede ser una forma de amor.

Ataru (Forma IV): el salto mortal de la fantasía

Si Soresu era el jedi que resistía en calma ante la tormenta, Ataru es el jedi que se lanza de cabeza al huracán haciendo piruetas y gritando «¡que se jodan las leyes de la física!». Es la forma del salto imposible, del giro aéreo, del tajo acrobático donde el sable de luz no es un arma sino una excusa para danzar en brazos del vértigo. Yoda, en pleno paroxismo saltimbanqui, encarna este estilo como si le hubieran enchufado un Monster directamente en el culo. El mismo maestro que en los episodios antiguos se movía igual que un bonsái en coma de pronto rebota por las paredes con la energía de una rana poseída por el espíritu de Jackie Chan. Ridículo y excesivo. Absolutamente glorioso.

Ataru representa ese momento en el que Star Wars deja de ser ópera espacial y se convierte en pura fantasía cinética, en un parque de atracciones donde las reglas se pliegan al espectáculo. Aquí lo importante no es si la técnica es viable, sino si el plano queda guay. Si el sable hace un arco perfecto y la cámara gira justo cuando toca. Es la forma en que la Fuerza se manifiesta como adrenalina pura y el músculo narrativo que es. Como el grito de una niña de unos ocho o diez años emocionada con los ojos abiertos como platos al ver a Rey blandir el sable por primera vez en la sala de cine.

Esta forma no busca profundidad filosófica ni serenidad mística, sino la acrobacia de circo galáctico. Y en ese exceso hay algo liberador pues también necesitamos héroes y heroínas que salten, que giren, que hagan el cabra con elegancia. Que desafíen las leyes del universo solo porque pueden. Ataru es el recordatorio de que no es necesario ceñirse a la coherencia ni a la seriedad.

Shien / Djem So (Forma V): golpear con culpa, defender con rabia

Hay formas que nacen para bailar, otras para sobrevivir, y luego está la que nació para devolver la hostia. Shien y Djem So son, en esencia, la respuesta inmediata a un universo que no deja de disparar, la expresión corporal de quien se cansa de aguantar y decide devolver la violencia con la elegancia de un martillo pilón. Aquí no se trata de aguantar con temple ni de florear la estocada: aquí se golpea. Y se golpea fuerte. Pero siempre con esa culpa heroica que distingue a los jedi de los matones de barrio.

Luke Skywalker, en su versión adolescente con traumas sin procesar y túnica de kárate espacial, es el abanderado sentimental de esta forma, cada tajo que lanza es una pregunta existencial, cada defensa una súplica freudiana. En esa contradicción luminosa y la rabia contenida por décadas de abandono interplanetario brilla la esencia del héroe trágico. No hay nada más humano que responder con fuerza y sentir remordimiento justo después, como gritarle a tu abuela y arrepentirte antes de que te mire a la cara.

Shien es la forma que devuelve los disparos con precisión quirúrgica, y Djem So es su prima más encabronada, pura ofensiva, tajo descendente, ira justa con la postura correcta. Entre las dos configuran ese territorio moral tan propio de la saga, donde golpear puede ser un acto de amor si se hace por el motivo correcto y con el sable calibrado a conciencia.

Anakin la usó para cortar cuerpos y destinos. Luke, para reconstruirlos. Y Rey —sin su apellido ni su linaje— para recuperar la luz como acto voluntario, no como legado impuesto. Porque si Shien y Djem So son las formas del conflicto heredado, Rey las transforma en la técnica del deseo. El deseo de reparar, de renacer, de abrazar un símbolo que no le pertenecía por sangre pero que ella convirtió en herencia por pura determinación. Tomó el sable de luz aferrándose a una esperanza y negándose a permitir que el mito se marchite por culpa de los apellidos.

Ambas formas, en manos de los Skywalker —y de quien eligió serlo—, son tan bellas como peligrosas, tan necesarias como temibles. Nos recuerdan que, a veces, defender lo justo implica asumir que no saldremos impolutos. Que se puede luchar por la paz con un arma en la mano, y que esa contradicción no anula la causa, sino que la vuelve dolorosamente real. Cuando uno ve a Luke descender por la rampa del trono del emperador, sable en mano, mirada decidida y mandíbula tensa, no está viendo a un monje guerrero ni a un caballero con principios: está viendo a un hijo que ha decidido no repetir la historia de su padre y redimirlo… pero que no sabe si será capaz.

Niman (Forma VI): equilibrar sin mojarse

Hay disciplinas que nacen de la síntesis y otras que nacen del cansancio. Niman, la sexta forma de combate jedi, es un poco de ambas cosas, el compendio diplomático de técnicas anteriores, la solución de compromiso que permite a un jedi pelear con soltura sin tener que pasarse diez años meditando en un pantano. Niman es el menú degustación de las formas jedi, de todo un poco, nada en exceso. Por eso se asocia a los jedi diplomáticos, a esos seres sosegados que cuando aparece un conflicto no desenvainan el sable de inmediato, sino que primero dan un discurso largo, impostadamente neutro, y luego ya si eso te cortan por la mitad. Niman es la forma más parecida a un informe trimestral con sable: clara, ordenada, funcional… y con una capacidad pasmosa para dejar al adversario dormido antes del segundo párrafo.

No es una forma espectacular ni está pensada para los fuegos artificiales. Tampoco tiene el romanticismo del sacrificio ni la gloria del combate. Tiene, en cambio, esa tibieza profesional del que no quiere destacar demasiado para no meterse en líos. Pero incluso esta forma tiene su belleza y su dignidad silenciosa, porque hay algo admirable en quien decide no ser héroe ni mártir, sino herramienta. Herramienta de paz, de contención y equilibrio en medio del caos galáctico.

Y entre todos los jedi que han sabido abandonar el ruido para sostener la coherencia, destaca Ahsoka Tano, que —aunque jamás haya empuñado sus sables con la economía gestual de Niman, sino con la potencia acrobática del Ataru de su glorioso descenso a Mandalore y la firmeza contraofensiva de Shien— encarna mejor que nadie la dignidad serena de esta forma. Ahsoka no se deja arrastrar por el dogma y entiende que a veces la única manera de ser fiel a los principios es dejar de obedecerlos ciegamente. Ahsoka no se retiró del combate: se retiró de la obediencia y del cinismo institucional, y por eso su sable de luz blanco —ese resplandor de nadie y de todos— es quizá la manifestación más limpia de lo que significa seguir siendo más jedi que nadie sin necesidad de pertenecer a la Orden.

Vaapad (Forma VII): el filo del fanatismo

Vaapad, la última forma, el vértice más afilado del combate jedi, la línea que separa el dominio sereno de la Fuerza del delirio místico con ansias asesinas, no es una técnica para quienes buscan mantener el equilibrio, sino para quienes prefieren contemplarlo desde el abismo, guiñarle un ojo a su mirada y lanzarse de cabeza. Esta es la forma de Mace Windu, el jedi que parecía haber entendido que la violencia, además de inevitable, podía tener ritmo, estilo y una especie de justicia interna a medio camino entre el castigo divino y la furia berserker.

Vaapad, a diferencia de sus predecesoras más contenidas y racionales, no se despliega con calma ni se organiza en secuencias armónicas, sino que emerge como una posesión marcial que no concede tregua, una manifestación de la voluntad convertida en furia concentrada, una danza demente donde no se razona, sino que se actúa para que cada movimiento no pretenda vencer sino arrasar, porque quien se adentra en Vaapad sabe que para sostener la mirada del lado oscuro no basta con ser fuerte, hay que ser feroz, rápido y brutal.

Pero lo verdaderamente interesante de esta forma no es su eficacia letal, sino su condición simbólica, porque representa ese territorio confuso donde la convicción se transforma en obsesión y la defensa de los ideales se desliza con espeluznante facilidad hacia el lado oscuro, el dogmatismo que no cede, convirtiendo el sable de luz —ese instrumento que nació como extensión ética de la voluntad del jedi— en tótem identitario, en fetiche de pureza doctrinal, en línea roja desde la que insultar, excluir, patrullar la ortodoxia y esputar sentencias contra todo lo que huela a disidencia. Ahí aparece el reverso oscuro del fandom, no el que ama con ternura lo imperfecto, sino el que exige pureza, el que convierte cada nuevo episodio en un juicio sumarísimo, el que pretende blindar la saga para que solo la disfruten los suyos, los de siempre, los que saben: los señores. Los que dictaminan sobre nuevas trilogías con la gravedad de un inquisidor medieval que se ha empapado de lore en lugar de teología, y que sustituye las hogueras por hilos de Reddit y amenazas de muerte a directores y actrices. Vaapad, sin proponérselo, los representa a todos ellos, porque cuando se olvida su origen —el combate interno, la duda permanente, el miedo razonable a convertirse en lo que combates—, solo queda el odio, la imposición, la violencia que ya no protege sino que castiga, como si la Fuerza no fuera justo una metáfora mística de la complejidad, del desequilibrio necesario, del cambio perpetuo que escapa a los esquemas de quienes necesitan que todo siga como estaba cuando eran niños y todavía no habían entendido nada.

Por eso Mace Windu fascina. Porque baila sobre ese filo sin caerse y transforma la rabia en justicia sin perder la compostura, pero también porque estuvo peligrosamente cerca de convertirse en aquello que combatía, como todo fanático disfrazado de custodio, como todo devoto que ha amado tan mal una saga que ha terminado por destruirla desde dentro. Vaapad no es una forma que se enseñe, sino una forma que, con suerte, se sobrevive, y el sable de luz, en ese contexto, deja de ser un arma para mudar a una advertencia: cuidado con lo que defiendes, porque podrías terminar convertido en su versión más oscura, más cerrada, más ruidosa y, por supuesto, más ridícula.

El disparo final

Si hay una imagen que resume lo que el sable de luz representa es la del niño esclavo al final de The Last Jedi, ese plano en el que, tras barrer el suelo de un establo olvidado en un rincón irrelevante de la galaxia, alza la mirada hacia las estrellas y, sin aspavientos ni grandes fanfarrias, atrae una escoba con la Fuerza y la empuña como si fuera un sable, no por tener poder, sino por intuir que quizá podría tenerlo algún día si se coloca con la dignidad suficiente frente al universo. Es una secuencia breve, poética, cargada de una ternura cósmica que condensa mejor que ninguna otra la verdad profunda del mito: que no hace falta linaje, ni herencia, ni sangre azul láser para merecer la luz, que cualquiera puede ser un jedi si sabe sostener la esperanza en la postura adecuada. Y quizá por eso el episodio VIII, pese al odio feroz que le dedicaron quienes no soportan que el centro simbólico del universo se desplace un centímetro de su ombligo, siga siendo una de las entregas más valientes, luminosas y hermosas de toda la saga.

Y sin embargo, pese a todo lo dicho, pese a los símbolos, las formas, los rituales y las cargas metafísicas que hemos depositado durante décadas sobre ese haz de luz vibrante, hay algo que sigue resonando con la tozudez de una verdad incómoda en aquella frase despreocupada, arrogante y deliciosamente mundana que soltó el capitán del Halcón Milenario mientras el viejo Ben trataba de explicarle a Luke que la Fuerza era algo más que una superstición: «Las religiones absurdas y las armas antiguas no se comparan con tener un buen bláster a mano». Una frase que parecía rebajar todo el andamiaje mítico y se reía en la cara de los lejanos, pero que contenía una ironía no revelada hasta años más tarde, cuando supimos que el propio Obi-Wan, ese guardián de la sabiduría milenaria, ese monje de mirada grave y túnica ortodoxa, había vencido al general Grievous no con un sable ni con un mantra, sino con un tiro seco de bláster en pleno pecho, como si la Fuerza, en su insondable sabiduría, también supiera cuándo mandar la espiritualidad a tomar por culo y abrazar, aunque sea por un instante, el pragmatismo brutal del disparo certero.

Quizá, después de todo, Han Solo tenía razón. Pero solo por un momento. Uno fugaz, sucio y glorioso. Como todo lo que de verdad importa en esta galaxia y en aquella otra muy, muy lejana.

Todo lo que cabe en un sable de luzAdam Driver en Star Wars: The Last Jedi, 2017. Imagen: Disney +.