En la última conversación que tuvimos, comiendo bastante cerca del Museo del Prado, se lanzó, sin venir a cuento, pero con toda la energía imaginable, a divagar sobre Borromini, una de sus obsesiones, concretamente sobre ‘San Carlino alle Quattro Fontane’; pronunció una fórmula … que ya había empleado en otras ocasiones: «El Barroco vertiginoso».
No tenía que explicarme que estaba, en clave alegórica, aludiendo a su propio imaginario, a esas estratificaciones imaginarias que plasmaría en la Tate Modern en conexión con el ‘doble nudo’ de Bateson, esto es, la esquizofrenia y sus sombras.
Juan Muñoz era, ciertamente, uno de los más increíbles cuenta-cuentos con los que he tenido el inmenso placer de cruzarme, con una astucia o, mejor, un ingenio como aquel que alabara Baltasar Gracián. Conceptista más que tediosamente conceptual, entregado a replegamientos barroquizantes e intempestivos, capaz de introducir en la tierra baldía de la escultura contemporánea un enano de estirpe velazqueña.
En unas salas de la triste ampliación del Museo del Prado que Rafael Moneo perpetró se han dispuesto con estupendo tino una serie de ‘instalaciones’ (término que ha quedado completamente obsoleto) de Juan Muñoz. Ahí las estatuas sobre los suelos geométricos componen una atmósfera general inquietante y sumamente teatral. Lamentablemente no tenemos, desde hace casi un cuarto de siglo, a este brillantísimo artista y, por tanto, las numerosas exposiciones póstumas que se han realizado con sus obras nos llevan a ‘fantasear’ con cómo habría abordado él esa situación. Vicente Todolí fue un cómplice de Juan Muñoz y se nota que conoce a la perfección los ‘trucos’ de este tipo que no dudó en autorretratarse como un trilero que usa vasos de plástico transparentes.
Juegos de enmascaramiento
En unas vitrinas entre las salas C y el edificio Jerónimos del Prado ha situado una serie de libros de Historia del Arte pertenecientes a la biblioteca de Juan Muñoz que nos permiten comprender el interés que tenía por Velázquez o Goya. También que leyó el ‘Autorretrato en espejo convexo’ de Ashbery como si la sofisticada aberración especular de Parmigianino estuviera revelando sus placeres del parecido, los juegos de enmascaramiento.
Muñoz recibió –un dato biográfico que me gusta subrayar– clases particulares de Santiago Amón y tal vez este apasionado orador le transmitiera ya el amor por el gran museo madrileño que conocía como la palma de su mano, donde explicó para un antiquísimo programa de televisión tantos cuadros.



Malabarismos.
En las imágenes, detalle del montaje de las obras de Muñoz con los fondos del Prado, como esa ‘Sara’, en diálogo con ‘Las Meninias’ o las obras situadas en el exterior del museo.
M. Prado
Me permito definir a este artista tan inclasificable como un ‘bricoleur barroco’, retomando las consideraciones de Claude Levi-Strauss en ‘El pensamiento salvaje’ sobre el bricolaje en relación con el cálculo de las carambolas en el billar. Tal vez la más fascinante de todas las intervenciones en el Prado sea la que enfrenta a la enana de Juan Muñoz con ‘Las Meninas’. Una doble ‘puesta en abismo’ de la pintura ennoblecida en el proceso de pintar la realeza que se refleja en el espejo, en fricción espléndida con la enana que revisa sus propias fotografías en una mesa de luz que no es otra cosa que un billar ‘tuneado’.
Las piezas ‘de conversación’ en las grandes galerías integran a los visitantes como si lo broncíneo cobrara vida o nuestras miradas estuvieran a punto de petrificarse. Mentalmente coloco esas obras en donde podrían haber intensificado su sentido: cerca del gabinete de pintura de Leopoldo Guillermo pintado por Teniers.
Las ‘historias’ de Juan Muñoz reformulan el Museo como una ‘cámara de las maravillas’ en las que unas escalares sirven para que un acróbata, en cita directa de un cuadro de Degas, esté suspendido en el aire sujetándose, literalmente, con los dientes. Otro personaje cuelga cabeza abajo sin que podamos determinar si asistimos a una cruel tortura o un divertimento extrañísimo.
Recuerdo otra conversación obsesiva en la que me ilustró sobre la rareza del trinquete valenciano, ese juego de pelota con escaleras y ‘dau’, en el que los rebotes y sus trayectorias son ‘endemoniados’. Ante mi perplejidad me hizo saber que esas incidencias inesperadas eran lo que le interesaba producir en los espectadores, cuando lo cotidiano se vuelve imprevisto. Recorrer de nuevo los espacios manieristas de Juan Muñoz supone disfrutar de lo enigmático, volver a pensar ‘el lugar inquietante del hombre’.

Juan Muñoz: ‘Historias de Arte’
Museo del Prado. Madrid. Pasel del Prado, s/n. Comisario: Vicente Todolí. Hasta el 8 de marzo de 2026. Cinco estrellas.
En la entrada del Museo, en unas gradas metálicas, están sentados y riéndose unos ‘personajes’ de semblantes orientales. Algunos se acaban de caer estrepitosamente y, a pesar de todo, parece que siguen disfrutando de lo lindo. Puede que esas ‘figuraciones’ reflejen la condición absurda de la existencia o sean un sarcasmo para soportar la inevitable lógica de lo peor. Nos incitan a estudiar los ángulos de la carambola feliz, las perspectivas de Juan Muñoz que renace en un Museo que tanto le inspiró.