La Universidad Autónoma de Madrid ha investido a Norman Foster, con 90 años, como doctor honoris causa, un reconocimiento que encaja casi de manera natural en la trayectoria de uno de los arquitectos más influyentes del último siglo.
Pero, más allá de los discursos solemnes y del prestigio académico, el galardón permite volver la mirada hacia la vida del creador del estudio Foster + Partners y, sobre todo, hacia la mujer que lo acompaña desde hace casi tres décadas: Elena Ochoa, de 67 años, la española que pasó de hablar de sexo en televisión a convertirse en una figura clave del arte contemporáneo internacional.
Foster, nacido en Manchester en 1935, tiene un currículum tan amplio como sus horizontes: aeropuertos gigantes, museos de referencia, la reconstrucción del Reichstag, la Torre Hearst o el metro de Bilbao. Su arquitectura, siempre asociada a innovación, luz y escala colosal, ha redefinido las grandes ciudades del mundo. Y mientras sigue proyectando la ampliación del Museo del Prado o el futuro de la Clínica Mayo, su vida privada, discretísima, transcurre desde hace años en un ático frente al Támesis, diseñado, por supuesto, por él mismo.
Allí vive junto a Elena Ochoa Foster, y aquí es donde la historia se vuelve fascinante. Porque antes de convertirse en lady Foster, Elena era, literalmente, la mujer que consiguió que España hablara de sexo sin bajar la mirada. En los noventa apareció en TVE al frente de Hablemos de sexo, un programa revolucionario en el que abordaba temas como la homosexualidad, la educación afectiva o los tabúes íntimos con una naturalidad que desconcertó a medio país.
La sensualidad de la puesta en escena contrastaba con su rigor académico: nacida en Puebla de Trives, un pequeño municipio de Orense, Elena era psicóloga clínica, profesora universitaria, seria, brillante y con una trayectoria académica impecable. Durante más de veinte años desempeñó el cargo de profesora titular de Psicopatología en la Universidad Complutense de Madrid y, hasta 2001, fue profesora honoraria del King’s College de Londres, donde comenzó el capítulo más decisivo de su vida.
«Tuve que trabajar el doble para mantener mi carrera», ha dicho alguna vez, consciente de que la televisión la convirtió, de golpe, en un rostro reconocible. Por eso, cuando sintió que necesitaba recuperar su anonimato profesional, aceptó una propuesta del King’s College de Londres. Ese cambio de aires, que parecía provisional, terminó siendo el giro definitivo de su vida. Londres la devolvió a los libros, a la investigación, y sobre todo la puso frente a Foster.
Elena Ochoa y Norman FosterGTRES
Se conocieron en los pasillos universitarios en los años noventa. Él, ya un arquitecto consagrado; ella, recién separada del escritor Luis Racionero. Los veintitrés años de diferencia se diluyeron en cuanto descubrieron sus afinidades: arte, pensamiento, ciudades, belleza. «Decía Picasso que quien es joven, siempre es joven», suele repetir ella al hablar de su relación. Tres años después del primer encuentro se casaron en una ceremonia íntima con solo seis personas. Más tarde organizaron una celebración mayor, pero siempre lejos del foco.
Desde entonces han construido una vida conjunta en la que la cultura marca el ritmo de todo. Ella dejó de ser «la de la tele» para convertirse en curadora internacional, directora de Ivorypress, editora de libros de arte y promotora de proyectos que combinan arquitectura, fotografía y pensamiento. Él siguió creando edificios icónicos. Y juntos formaron una familia sólida con dos hijos, Paola y Eduardo, que crecieron entre planos, literaturab música, chino, solfeo y debates intelectuales alrededor de la mesa. En casa, la creatividad no es un privilegio, es una rutina.
Aun así, Elena conserva un punto de lucidez que la aleja de los tópicos de la vida perfecta. «La felicidad como estado constante es una imbecilidad», dijo una vez citando a Vázquez Montalbán. «La felicidad es la tranquilidad, la paz contigo mismo». Y quizá por eso su pareja funciona: porque, bajo el brillo del lujo y las vistas al Támesis, hay dos personas que eligieron la serenidad como forma de vida.