Eduard Castaño

Luc Besson regresa del limbo creativo como quien vuelve de un viaje astral con souvenir incluido: un Drácula que no adapta a Bram Stoker, sino que lo asalta en un callejón, le quita el abrigo victoriano y lo devuelve a escena envuelto en lentejuelas y descaro. Y uno, atónito, solo puede aplaudir mientras el monstruo desfila con la pachorra de quien sabe que la inmortalidad permite todos los cambios de vestuario que hagan falta. Este Drácula —que, seamos sinceros, huele a Coppola (1992) desde la primera voluta de humo— es la prueba fehaciente de que el francés rueda como si la gravedad fuera un rumor: ni la narrativa ni la física le sujetan, y aun así logra lo impensable… que el delirio parezca lógica pura. Milagro, sacrilegio o simplemente Besson en plenitud.

Caleb Landry Jones se retuerce como un Nosferatu con resaca glam, mezcla improbable entre alien recién despierto y estatua ‘art nouveau’ que ha decidido escaparse a un concierto de Bowie. Christoph Waltz, por su parte, pasea por la historia con la ironía elegante del villano que ya ha visto demasiadas versiones del mito y está listo para improvisar la suya. Curiosamente, podemos verle también en el recién estrenado Frankenstein de Del Toro. Junto a ellos, Zoë Bleu y Matilda De Angelis flotan en esa atmósfera decadente y perfumada, perseguidas por mariposas mecánicas y sombras que huelen a cine francés de los años 70.

Besson insiste: aquí no hay refritos, solo una criatura nueva, hambrienta y con los colmillos lustrosos. París —la ciudad que presume de luz— se somete a un claroscuro dominado por obsesiones, penumbras y una hemorragia narrativa que avanza sin pedir perdón. Y cuando entra Danny Elfman, la película directamente muerde: su partitura es un banquete gótico, violines como navajas y latidos que parecen venir de un corazón enterrado hace tres siglos.

Drácula, en esta versión, no aterroriza: suspira. Y el espectador suspira con él, atrapado en una declaración de amor que lleva 400 años incubándose y se desborda en secuencias que rozan el éxtasis camp.

¿Perfecta? Ni falta que hace. A Besson nunca le hemos pedido pulcritud: lo suyo es el fogonazo, el vértigo, la fe absoluta en un artificio que se desparrama sin vergüenza. Cuando eso sucede —como aquí— el cine se convierte en juguete, ritual y confeti. Coppola levantó una ópera; Besson monta una feria nocturna. Y caray, hacía tiempo que la cartelera no brillaba así.

El mismo Besson que nos lanzó a galaxias imposibles con El quinto elemento (1997) y nos disparó adrenalina pura en Lucy (2014) regresa ahora con un romance torcido, condenado desde el minuto uno y aun así inflamado de vida. Viene a desenterrar el mito, sacudirle el polvo y clavarnos el escalofrío en la nuca, hasta que cada vello se erice como una hilera de estacas recién talladas.

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