Nada amiga de los focos ni de la vanidad, hasta el punto de que el 90% de sus pinturas están sin firmar, Amparo Castellanos asiste abrumada a este momento de gloria. Afloran la humildad y la timidez que advierten sus amigos la han perseguido toda su vida. Ha pasado el tiempo, ha recibido la admiración de grandes maestros como Luis Sáez, ha visto cómo su obra enamoraba a expertos y neófitos del arte, pero ella sigue sin creérselo. «Darle tanta importancia es demasiado, no me veo merecedora de tanto», apunta sin que sus amigos la dejen terminar. «Siempre tan humilde y tan fantástica», suelta Pepe Simón, cómplice desde siempre, como Carmen Cuesta, que compartió con ella pupitre en la Academia Provincial de Dibujo, estudio en El Espolón, mil y una aventuras artísticas y lecturas sin fin, quien añade: «Siempre ha sido así, es un valor añadido». 

Su relación con la pintura empezó tarde, aunque muchas veces, entre risas, recordó con sus colegas cómo las monjas la reñían en el colegio porque terminaba muy rápido sus dibujos y se los hacía a sus compañeros. Una anécdota, sin más, que dice mucho. 

Procedente de una familia de bien, dedicarse al arte no entraba en los planes y estudió Farmacia en Madrid. La pulsión creativa se mantenía. Muchas tardes se escapaba a husmear a la Academia de Bellas Artes de San Fernando. ¿Qué misterios se esconderían allí? Terminó la carrera, tocó volver a Burgos. «Me despedí de Madrid con toda la pena del mundo, quería quedarme, me parecía un sacrificio horrible, pero respiré cuando vi que podía tener un sitio para pintar, ya fue otra cosa». 

Amparo Castellanos continúa pintando muchos días en su habitación, como el retrato de un sobrino al carboncillo en el que se afana actualmente. Amparo Castellanos continúa pintando muchos días en su habitación, como el retrato de un sobrino al carboncillo en el que se afana actualmente. – Foto: Alberto Rodrigo

Y de ese estudio encendía las luces cuando apagaba las de la botica. Pasó por la Academia Provincial de Dibujo, donde entabló relación con otros artistas, reclutaban a quienes pasaban por allí para retratarlos al carboncillo, improvisaban tras las clases tertulias en el Rhin y el Espolón con unas cañas… Pese a sus inseguridades artísticas, contó con la admiración de sus colegas y de grandes maestros, como Luis Sáez, que en una ocasión la mandó a unos coleccionistas porque él se había quedado sin obra que vender. Una carcajada. Esa fue la respuesta de la pintora. Sus creaciones sedujeron a los creadores. 

Otra vez su modestia y sus inseguridades. «A mí me ha encantado la pintura, pero cuando no crees mucho en ti te agarras a lo seguro, que era la farmacia», manifiesta y asienten sus amigos sabedores de que ese ha sido su talón de Aquiles. «Siempre he pintado por satisfacción personal, nunca para exponer ni para vender. Pintaba por placer», concluye esta mujer parca en palabras, con un inquebrantable sentido del humor y que pese a su aparente fragilidad aún coge con firmeza el carboncillo.