Ha llegado a Netflix Reencarnación, la película dirigida hace 20 años por Jonathan Glazer y protagonizada por Nicole Kidman, que con los años se ha ganado el reconocimiento que se merecía y que injustamente no tuvo en su estreno.
Diez años después de la repentina muerte de su amado marido Sean, Anna (Nicole Kidman) está preparada para superar su pérdida y empezar una nueva vida. Ha aceptado casarse con Joseph (Danny Huston). Poco después se celebra el cumpleaños de Eleanor (Lauren Bacall) la madre de Anna, pero antes de que se pueda servir la tarta aparece un desconocido. Un chico que pide hablar en privado con la prometida. El chico declara que es su difunto marido Sean y le previene contra casarse con Joseph. Asombrada y enfadada, Anna le lleva al portal y da instrucciones al conserje, Jimmy (Mila Addica) para que mande al chico a su casa. Jimmy confirma que conoce al chico. Su nombre es Sean.
Aunque no puede negar que es todo muy extraño, Anna se siente cada vez más atraída hacia el niño y está dispuesta a ir en contra de los deseos de su novio y de su familia con tal de verle. Es realmente posible que el niño sea el marido de Anna, vuelto a la vida? Cómo puede rechazar la posibilidad de volver a experimentar el amor que sentía por él?.
CRÍTICA DE «REENCARNACIÓN»
El amor, tal y como nos lo empaqueta y vende la maquinaria de Hollywood, suele venir con garantía de devolución: redime, cura, y si la cosa se pone fea, trasciende a la muerte con lucecitas, violines y un filtro de Instagram. Nos han colado tantas veces el cuento del fantasma que vuelve para despedirse, pedir perdón o chivar quién lo mató, que hemos acabado asumiendo lo paranormal como un trámite burocrático más. Espectros funcionales, marionetas de guion que solo existen para que el protagonista cierre el ciclo. Pero rara vez el cine tiene las agallas de mirar a la cara al verdadero vacío, ese agujero negro y sucio que dejan los que estiran la pata. Jonathan Glazer, que nunca ha sido de los que te ponen el chupete para que no llores, se mete hasta el cuello en ese lodazal con “Reencarnación”. Pasa olímpicamente del drama romántico de pañuelo fácil y del thriller de sustos de centro comercial para parir una fábula helada sobre la desesperación humana y la locura del duelo.
Y ojo, que Glazer no es un estajanovista de la claqueta. El tío rueda poco, se toma su tiempo, y cuando decide ponerse detrás de la cámara, se nota que no es para pagar la hipoteca. Venía de sacudir el avispero del cine de gánsteres con la eléctrica “Sexy Beast”, y aquí pega un volantazo radical para encerrarnos en la jaula de oro de la alta sociedad neoyorquina. Pero olvidaos de la Nueva York de postal turística o la neurótica y encantadora de Woody Allen; esto es un mausoleo invernal. Apartamentos cavernosos que parecen tumbas de lujo, moquetas que absorben los gritos y gente con modales exquisitos que reprime sus emociones como si les fuera la vida en ello. Es en este escenario aséptico, casi de quirófano, donde la irrupción de lo irracional resulta más violenta; un golpe seco que rompe la porcelana fina de una vida reconstruida sobre la negación, el Xanax y las cenas de gala.
La premisa es un puñetazo directo a la mandíbula de la lógica occidental, esa que tanto nos gusta para sentirnos seguros. Anna, una viuda joven que lleva diez años de luto reglamentario y está a punto de volver a casarse con un tipo perfecto (y perfectamente aburrido, todo sea dicho), ve cómo su ordenada existencia salta por los aires. ¿El detonante? Un crío de diez años que se planta delante de ella y asegura, con una calma pasmosa, ser la reencarnación de su difunto marido, Sean. Lo que en manos de un director del montón habría derivado en un melodrama lacrimógeno de sobremesa o en una cinta de terror con niños repelentes, aquí se transforma en una autopsia psicológica sobre la fragilidad de la cordura ante la pérdida. El chaval no trae mensajes de paz ni pruebas irrefutables envueltas en CGI; trae una certeza absoluta, una gravedad en la mirada que da muy mal rollo y que actúa como un virus letal en el entorno pijo de Anna.
Nicole Kidman se marca aquí un trabajo de los que quitan el hipo, posiblemente uno de los picos de su carrera, despojándose de todo el artificio de estrella de alfombra roja para encarnar a una mujer que es, básicamente, una herida abierta con patas. Su Anna transita desde la seguridad burguesa hasta la vulnerabilidad más absoluta, desmoronándose pieza a pieza ante la imposibilidad de conciliar lo que le dice su cerebro con lo que le grita su instinto. Hay un momento en la película, la famosa escena de la ópera, donde la cámara se le queda pegada a la cara en un plano sostenido interminable mientras Wagner truena de fondo. En esos minutos, sin abrir la boca y solo con la mirada, vemos pasar por sus ojos todo el calvario de la duda, la esperanza y el terror absoluto; un ejercicio de transparencia emocional tan brutal que resulta casi pornográfico por lo íntimo.
Frente a ella, el niño Cameron Bright ejecuta una interpretación que es el reverso perfecto: hierático, seco, carente de esa inocencia Disney que solemos asociar a la infancia. Su presencia es profundamente inquietante no porque actúe como un monstruo de película de miedo —aquí no giran cabezas ni hay vómito verde—, sino porque actúa como un adulto cansado atrapado en un cuerpo que le viene pequeño. Esa disonancia cognitiva es el motor de la tensión que recorre todo el metraje, creando una atmósfera de “valle inquietante” que eriza la piel mucho más que cualquier aparición espectral o portazo repentino. Y rodeándolos, un reparto de lujo con una Lauren Bacall imperial destilando cinismo, representando a esa sociedad que mira con horror y vergüenza ajena cómo una de los suyos sucumbe a una superstición de paletos. El choque entre el escepticismo agresivo de la familia y la necesidad desesperada de creer de Anna articula un conflicto que va más allá de lo sobrenatural; es la guerra entre el orden social y el caos del deseo.
No se puede hablar de “Reencarnación” sin mencionar la estupidez colectiva que la rodeó en su estreno. La crítica de la época, en un alarde de puritanismo miope y moralina barata, se echó las manos a la cabeza por una escena de baño compartida entre Kidman y el niño. Vieron lo que no había donde solo se mostraba desesperación, demostrando una incapacidad alarmante para leer más allá de la literalidad de la imagen. Aquella polémica superficial cegó a medio mundo, impidiéndoles ver que la desnudez de esa escena no era sexual, sino una transgresión de los límites que subrayaba la confusión de roles y la tragedia de la situación. La película no busca el escándalo fácil, busca la incomodidad, busca ponernos frente al espejo de nuestras propias obsesiones y miedos. Glazer nos niega las respuestas mascadas y el consuelo de una resolución clara, optando por mantener la ambigüedad hasta las últimas consecuencias.
La tensión sexual que se sugiere, y que tanto escoció a los guardianes de la moral, no es más que otra manifestación de lo grotesco. Es el resultado inevitable de intentar encajar un sentimiento adulto y complejo en un receptáculo infantil, una aberración que la película expone sin juzgar, pero sin ocultar su crudeza. Técnicamente, la cinta es un prodigio de elegancia sombría. La fotografía del difunto Harris Savides, con su grano visible y esa iluminación tenue, otorga a la imagen una cualidad táctil, sucia, casi onírica, como si estuviéramos viendo la acción a través de un velo o de la bruma de un recuerdo que se resiste a morir. La cámara de Glazer se mueve con una fluidez hipnótica, como un depredador acechando en los pasillos, sugiriendo una presencia sobrenatural sin necesidad de mostrar ectoplasmas ni sábanas voladoras.
A esto se suma la partitura de Alexandre Desplat, una composición majestuosa y amenazante que late como un corazón arrítmico. La música no acompaña a las imágenes para decirte qué sentir, sino que dialoga con ellas, a veces contradiciéndolas, aportando una capa de fatalismo que eleva la anécdota a tragedia griega. “Reencarnación” es una película sobre el poder destructor de la fe ciega; nos habla de cómo el duelo no resuelto puede convertirnos en presas fáciles de lo imposible, en yonquis de una esperanza que sabemos falsa. Nos recuerda que las estructuras racionales que construimos para protegernos son castillos de naipes esperando un soplido. Glazer nos escupe a la cara que, a veces, lo más aterrador no es que los muertos vuelvan, sino que nosotros no seamos capaces de dejarlos ir, arrastrándolos con nosotros al abismo de nuestra propia necesidad.
Es una obra que exige paciencia, estómago y dejar los prejuicios en la puerta del cine (o del salón). Se niega a complacer al espectador con giros de guion tramposos o explicaciones para tontos en el último acto. Su final, tan anticlimático como devastador, es de los que dejan un poso amargo, una sensación de vacío (y de bajona, para qué engañarnos) que perdura mucho después de los créditos. Con el paso de los años, el tiempo ha puesto las cosas en su sitio, rescatándola del olvido y de las polémicas estériles para revelarla como lo que es: una pieza de orfebrería visual y narrativa que se atrevió a tratar al espectador como a un adulto, algo cada vez más raro en la cartelera actual saturada de franquicias y refritos. No es una película para ver en familia un domingo por la tarde mientras comes palomitas, ni para quienes buscan reafirmar su fe en el más allá; es una experiencia diseñada para incomodar, para cuestionar y, finalmente, para doler. Porque el cine, cuando es valiente de verdad, no tiene por qué ser un lugar seguro. Una joya oscura y cortante como un cristal roto en la nieve.
Por R.Martín.