Los lebrijanos redescubrieron —más de cien años después de la muerte de aquella pintora del Romanticismo andaluz— la vida y obra de su paisana Antonia Rodríguez Sánchez de Alva, que había nacido en la primavera de 1835, el año liberal en que se suprimieron tantos conventos, y había muerto en 1868, aquel otro año revolucionario que terminó con el reinado de Isabel II.

Y lo hicieron gracias al discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría que pronunció en 1980 otro destacado paisano, José Cortines Pacheco, el último eslabón entonces de una de las más ricas familias de hacendados de Lebrija que no solo era un grandísimo aficionado a la pintura y la música, sino también a la arqueología y al coleccionismo, pero cuyas obligaciones agrícolas no le habían permitido dedicarse a ello tanto como había soñado.

El padre del poeta y profesor de la Universidad de Sevilla Jacobo Cortines, por tanto, fue quien reivindicó por primera vez la memoria de aquella atípica lebrijana que con apenas 15 años ya recibía encargos pictóricos profesionales a la altura del compromiso que había conseguido trabar su propia familia con la Iglesia en su pueblo, el principal cliente de una muchacha que se había formado entre Sevilla y Jerez y cuyos primeros frutos tienen una evidente huella murillesca vinculada a los santos y la Virgen.

Precisamente ahora el profesor ya jubilado y el poeta siempre activo Jacobo Cortines va a reeditar, 45 años después, aquel discurso de su padre titulado La pintora romántica lebrijana Antonia Rodríguez Sánchez de Alva. Será antes de Navidad –está por determinar la fecha– en la Hermandad de los Santos de Lebrija, fundada en 1495 con la vocación de difundir el latín y cuyo hermano mayor es actualmente Jacobo Cortines.

Por otro lado, el último libro de la profesora de Historia del Arte de la Hispalense Magdalena Illán sobre las pintoras sevillanas del siglo XIX le dedica un capítulo a la abundante obra de esta pintora de Lebrija cuyo nombre bautizó, ya a finales del pasado siglo, a la asociación local de pintores que cada año organiza una exposición de cuadros.

Antonia Rodríguez Sánchez de AlvaEl Autorretrato que Antonia Rodríguez Sánchez de Alva facturó cuando solo tenía 21 años.

La hija del alcalde

El cuadro más impresionante de Sánchez de Alva que queda en Lebrija a la vista de todos es el San Cristóbal cruzando al Niño Jesús de una orilla a otra del río y apoyándose en una palmera a modo de bastón, una composición inspirada en la que Mateo Pérez de Alesio realizó para la Catedral de Sevilla en 1583. Esta obra de grandes dimensiones (2,73 por 5,29 metros) se ilumina, desde hace poco más de veinte años, cada vez que las puertas de la céntrica capilla de San Juan de Letrán –sede de la Vera Cruz- abren sus puertas, pero el colosal cuadro no estuvo siempre ahí, sino que fue encargado –por el párroco de la Oliva José María Ojeda– para tapar una pintura mural del mismo motivo que se hallaba en el tercer tramo de la nave de la Epístola del principal templo lebrijano.

Un siglo después, cuando se restauró la pintura original que tapaba, que databa nada menos que del siglo XV, el cuadro de Antonia pasó a la Ermita de la Virgen del Castillo, de donde fue traslada finalmente a la capilla actual. En cualquier caso, muy poca gente recordaba ya en Lebrija que este gigantesco lienzo constituyó la carta de presentación de la pintora, conocida en el pueblo en aquella época como ‘El San Cristobalón de Antoñita’.

La obra no ha sido restaurada nunca, y todavía conserva en un extremo inferior la leyenda escrita por la propia autora de que el cuadro fue pintado cuando ella contaba con solo 17 años. Para entonces, la precoz pintora Antonia ya había iniciado su etapa de madurez artística y había convertido su afición infantil en una seria profesión apoyada incluso por sus abuelos, relevantes humanistas de la época: el paterno, Francisco Rodríguez García, procedía de una ilustrada familia burguesa; el materno, Antonio Sánchez de Alva y Sánchez Pabón, llegó a ser notario eclesiástico. Su padre, por su parte, que era médico, fue asimismo alcalde de Lebrija.

Ella, conviviendo con su hermana monja en Sevilla en el hospicio de San Luis, asistió a las academias de Manuel Cabral Bejarano y de Joaquín Domínguez Bécquer, tío del célebre poeta, e incluso es lógico que conociera al hermano de este, Valeriano. En Jerez, por otro lado, es probable que tuviera de maestro a Rodríguez de Losada.

A la joven pintora, que se autorretrató excelentemente con solo 21 años, no le faltaron, por tanto, oportunidades ni marchantes en el pueblo y en la comarca, de donde ya no salió, para seguir produciendo paisajes, retratos y, sobre todo, temas religiosos desde aquella edad en adelante. Con 17 años pinta, por ejemplo, una Santa Rita de Casia y un San Luis Gonzaga. De los años siguientes son varias Dolorosas, un San Pablo Ermitaño, dos San Francisco de Paula, una Santa Rosa de Lima, un San Vicente de Paúl, otro San Antonio de Padua y precisamente una Santa Isabel de Hungría (una evidente copia de Murillo), además de otros muchos cuadros como el de una Inmaculada Concepción, el de la Virgen amamantando al Niño, La Adoración de los Pastores (copia también de Murillo), La Virgen Niña Dormida (copia de Zurbarán), La Huida a Egipto, o varios Crucificados.

Un centenar de obras

Hoy se calcula, como ha insistido en varios estudios publicados por la Universidad de Sevilla la joven profesora lebrijana María del Castillo García Romero, que el número de cuadros de Antonia Rodríguez Sánchez de Alva –tanto lienzos como óleos sobre tabla— ronda el centenar, repartidos fundamentalmente entre los herederos de Cortines Pacheco. “La mayoría de los cuadros los tienen los lebrijanos, y mis hermanos, claro”, asegura Jacobo Cortines. “Mi familia ha tenido desde siempre varios cuadros de ella”, asegura por ejemplo, orgulloso, el historiador lebrijano José María Calderón.

Tres niños a la orilla de un lago, de Antonia Rodríguez Sánchez de Alva copia

Tres niños a la orilla de un lago, de Antonia Rodríguez Sánchez de Alva.

En la sacristía de la parroquia de La Oliva, sin ir más lejos, se conservan dos obras suyas: un Ecce Homo muy murillesco y una Santa María Magdalena. E incluso en el Asilo de San Andrés también hay alguna que otra, como los Desposorios de la Virgen con San José. En el Hospital de la Caridad, por ejemplo, se conservan el Juicio de Salomón y algunos retratos. Aseguran los pocos expertos que se han ocupado de su producción que es digna de mención su técnica depurada, el perfecto dominio del dibujo y la composición o la armonía cromática de la que casi siempre hace gala.

Con todo, y al margen de algunas obras paisajísticas sin firmar y sin fechar como Tres jóvenes a orillas de un lago o Dos niñas y un niño a orillas de un lago, la producción de Sánchez de Alva incluye también muchos retratos, la mayoría de familiares, aunque destaque por encima de todos precisamente el suyo propio.

Dice al respecto de este último la investigadora y profesora García Romero que es “un buen punto de partida para analizar lo que piensa la pintora de sí misma y de su propia consideración como profesional del arte”. En efecto, la artista se autorretrata con paleta y pincel en mano delante de un espejo. Enmarcada en un cortinaje y ataviada con vestimentas dignas de su estatus, parece reflexionar sobre su propia imagen sin caer en la tipología de retratos donde otras artistas solían reflejar su vida familiar o la maternidad como signos de su propia identidad.

Todavía no tenía hijos, desde luego, pero no tardaría en concebirlos cuando se casa en 1860, momento en el que su obra comienza a fluctuar por las obligaciones que seguramente le surgieron como esposa y madre. Aun así, nunca dejó de pintar, hasta el repentino final de su vida, con solo 32 años y como consecuencia de su sexto parto, una niña. Antonia Rodríguez Sánchez de Alva fallece de “peritonitis puerperal”, como aparece en el acta de su defunción del archivo parroquial de Nuestra Señora de la Oliva. Más de siglo y medio después, Lebrija conserva material suficiente para una retrospectiva de su talento al completo. Cuestión distinta es que alguien sea capaz de agruparlo.