Italia amaneció el sábado sumida en una mezcla de tristeza y memoria colectiva tras la muerte de Ornella Vanoni, una de las voces más inconfundibles y elegantes de la música. La artista falleció el viernes en su domicilio de Milán, a los 91 años, a causa de una parada cardíaca. Con su desaparición se cierra un capítulo decisivo de la cultura no solo de su país, y apenas quedan ya supervivientes de aquella edad de oro que llevó la canción italiana a cada rincón del mundo, con melodías que evocan una época esencial en las vidas de generaciones enteras.
Vanoni pertenecía a la misma constelación que Mina, Adriano Celentano y unos pocos nombres más capaces de convertir una melodía en patrimonio sentimental. Su voz —sensual, melancólica, cálida, siempre un punto quebrada— dio forma a un repertorio que marcó la historia de la música de autor de los años setenta. De ella nacieron piezas inmortales como L’appuntamento, convertida en súplica íntima y susurrada («Amor, llega pronto, no resisto…»), o Domani è un altro giorno, himnos de una época que todavía hoy se reconocen al primer compás.
A lo largo de su carrera, Vanoni encarnó una libertad poco común. Vivió sin pedir permiso, entre amores intensos, rupturas sonadas y una creatividad que no aceptó límites. Esa mezcla de sofisticación, ironía y vulnerabilidad la convirtió en un personaje único dentro y fuera del escenario. Su melena leonina, su presencia magnética y su manera de deslizar las palabras en cada canción acabaron por elevarla al rango de mito.
Lejos de retirarse, se mantuvo activa hasta el final. El año pasado ofreció un concierto en las Termas de Caracalla en Roma, publicó un disco y aparecía casi semanalmente en el popular programa televisivo Che tempo che fa. Allí protagonizaba una sección imprevisible: se sentaba, hablaba sin guion y terminaba robándose el programa, entre comentarios brillantes, humor absurdo y una lucidez afilada que dejaba perplejos incluso a los veteranos de la televisión italiana.
Su salto a la fama llegó en los años sesenta, cuando formó una pareja artística y sentimental tan prodigiosa como conflictiva con Gino Paoli, entonces casado. De aquella relación nacieron canciones históricas, como Sapore di sale y Senza fine, y también episodios que alimentaron la mitología del espectáculo italiano, como el día de 1963 en que Paoli intentó suicidarse de un disparo en el corazón. Vanoni acudió de madrugada al hospital para esquivar a los fotógrafos y, según contaría más tarde, ambos acabaron riéndose en la habitación, en uno de esos momentos que solo ella podía convertir en anécdota casi surrealista.
Su capacidad para adaptarse la acompañó toda su vida. Exploró los ritmos brasileños en Senza paura, fue pionera en llevar la bossa nova al público italiano, grabó jazz con Herbie Hancock y, en los ochenta, incluso probó suerte con la música disco. También rodó una decena de películas, moviéndose con naturalidad entre la música, el cine y la televisión.
Vanoni siempre se rodeó de amistades intensas y duraderas. Una de las más significativas fue la que mantuvo con Pier Paolo Pasolini, un amor imposible —él era homosexual— que ella recordaba sin dramatismos: decía que uno podía enamorarse al margen del deseo, que el afecto y la fascinación a veces siguen reglas propias. En sus memorias evocó también la figura de su padre, que durante los bombardeos de la guerra se tumbaba a su lado para protegerla: una imagen que, confesaba, le condicionó toda la vida. «Me hizo creer que todos los hombres estaban dispuestos a dejarse matar por mí«, decía con ironía.
Su mirada sobre la felicidad era tan honesta como su música: «He sido muy feliz y muy infeliz», repetía. Tal vez por eso supo expresar como pocos el desasosiego de una Italia que, tras el auge económico de los sesenta, empezaba a descubrir grietas en el sueño colectivo. Sus canciones capturaron esa mezcla de desencanto, belleza y melancolía que atraviesa el mejor cine y la mejor música del país. «Una persona inteligente y sensible, a la fuerza, tiene que ser melancólica«, afirmaba.
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