Ha sido noticia: Joe Cocker, que falleció en 2014, fue incorporado hace unos días a esa augusta institución que es el Salón de la Fama del Rock and Roll. Cabe imaginar la incomodidad del homenajeado, caso de estar vivo, si se hubiera enfrentado a tan oficial reconocimiento de la industria. Cocker no tenía modales de superestrella: le gustaba recordar que él era sencillamente un instalador de gas de Sheffield al que la fortuna le había sonreído. Varias veces.
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Su primer despegue triunfal estuvo a punto de acabar con su salud y su cordura. Abundan las anécdotas que retratan a una persona damnificada hasta extremos inconcebibles. Durante un periodo de oscuridad, cuando incluso tenía problemas para pagar sus facturas, alguien le visitó. Ese amigo se sentó en su sofá y descubrió, en el hueco entre un asiento y su respaldo, un cheque arrugado por valor de varios centenares de miles de dólares. Joe no se había planteado la necesidad de acudir a su banco para cobrarlo.
Joe Cocker no era tonto. En todo caso, se había quedado atontado tras su participación en una de las giras más salvajes de la historia del rock, Mad Dogs & Englishmen. Ya conocen la historia: obligado a girar por Estados Unidos, Cocker se había quedado sin banda y Leon Russell acudió al rescate. Russell, veterano de los estudios californianos, enroló a dos docenas de instrumentistas y cantantes. La gira lanzó a Russell al estrellato. Y no fue el único beneficiario: el saxofonista Bobby Keys iniciaba su ascensión al puesto de cómplice de Keith Richards en The Rolling Stones y Rita Coolidge estableció la definición de hippy chic. El recorrido generó un vistoso doble LP y una película documental que, desde hace unos días, se puede ver en abierto.
Aquello es prácticamente una comuna en movimiento, con niños y perros. Cocker sonríe benignamente, pero todo el esfuerzo le dejó descangallado. Su carrera posterior es un carrusel de huidas y éxitos derivados de casualidades como el uso de su You Can Leave Your Hat On en cierta secuencia de Kim Basinger en Nueve semanas y media. Hasta la imitación de sus movimientos espásticos por John Belushi le acercó a un nuevo público. Por alguna razón, le ocurrían desastres en Australia, donde los nativos no toleraban ninguna extravagancia por parte de los visitantes de la antigua metrópoli. De camino hacia aquel país, en compañía de su manager, se quedó varado —no pregunten los detalles— en una isla del Pacífico, sin dinero ni pasaporte.
Podía haberse dedicado allí al dolce fare niente, como el personaje de Mad Dogs & Englishmen, originalmente una canción del bon vivant Noël Coward que ironizaba sobre las peculiaridades de los ingleses en climas tropicales. Pocas cosas gustaban más a los súbditos de Isabel II que reírse de sí mismos, como demuestra la celebrada interpretación del tema por Jeremy Irons.
Tengo motivos particulares para estarle agradecido a Cocker. A finales de los años sesenta, TVE emitió por sorpresa una actuación suya, en los Minutos Musicales que tapaban los huecos inesperados en la programación. Mi padre se quedó horrorizado ante su gestualidad y apagó el aparato. Naturalmente, en ese momento decidí que aquello era lo mío.